Escapar, piensa Cecilia y repite la palabra varias veces. No quiere mostrar inseguridad ni titubeos cuando deba comunicarlo, cuando lo pronuncie abiertamente y todos deban conocer que ha llegado el momento.

Le costó mucho convencerse de que se encontraba en el límite de su resistencia. Le costó entender que el Ecuador al cual ella tanto amaba, por el cual ella un día quiso entregar su vida, sus sueños, sus ideales, ya no daba más.

Era un choque brutal, pero debía soportarlo. Un choque entre el civismo y el futuro de su familia. Un choque entre sus ilusiones y la imposibilidad de construir aquí, en su tierra, una realidad distinta, fecunda, iluminadora.

Lo decidió, sobre todo, pensando en sus hijas, poniendo sobre la balanza todo lo que ellas perderían y ganarían, buscando un equilibrio, aunque sea frágil, que le permitiera escapar sin remordimientos, sin culpas, sin angustias que resquebrajen sus objetivos.

Lo decidió y había empezado a irse ya, a pesar de que todavía seguía aquí. Había comenzado a recoger y depositar en un basurero imaginario las frustraciones, los dolores, las inequidades, las injusticias, la falta de visión, los complejos de inferioridad que impiden al país valorar a su propia gente.

Tantos años de esperar, reflexionaba, y cada vez era peor. Tantos años de luchar para que a los ecuatorianos se les haga tan difícil existir, tan complejo conseguir un empleo, tan duro comprar una casa, tener un auto, educar a los niños, alimentarlos adecuadamente, mantenerlos sanos y vitales.

Tantos años de estudiar para que el título no sirva, para que el profesional deba humillarse en ejercer oficios que no corresponden a su esfuerzo académico e intelectual, para que la honestidad y la eficacia no sean una posibilidad de supervivencia ética en el trabajo, para que la persona capaz y preparada se vea empujada a caer en el abismo del subempleo y la intrascendencia.

Era inútil seguir intentándolo y Cecilia lo sintió así el momento en que llegó el hastío, la sensación de sordidez y promiscuidad por los círculos mezquinos, sectarios y mediocres que bloqueaban o limitaban o distorsionaban cada iniciativa, cada idea, cada sugerencia, cada entusiasmo que ella quería aportar a la sociedad que le negó un empleo.

Era inútil porque la habían cercado la rutina y la monotonía con las que mucha gente asume la existencia y niega espacios a  las reivindicaciones.

Entonces ya no tenía sentido seguir aquí. Para qué tanto amor por el país, tanta cabeza y corazón puestos cada día y cada noche en pensarlo, en reflexionarlo, en sufrirlo. Tanto amor que muchas veces Cecilia renunció a otras perspectivas, otros futuros, otros caminos, porque estaba convencida de que debía desempeñar un rol en la construcción de una democracia real (equitativa, abierta, respetuosa).

Pero aquel amor por el país fue unilateral y estéril:  todo se deshace entre la ineficacia, la miopía política, la ausencia de líderes y referentes. Todo se diluye entre los pocos que disfrutan las ganancias de la crisis y las millones de víctimas de la corrupción, la pobreza, la ruptura familiar y el éxodo que produjo el cierre de los bancos y la desaparición del dinero de cientos de miles de personas.

Sin retribución ni horizontes, dolida por  la idea de nacer en el país equivocado, había terminado la lucha de Cecilia por no sumarse a la resignación y el conformismo. Ninguna llave abrió, ninguna ruta sirvió.

A partir del día que leyó en el periódico que Canadá daba la posibilidad de trabajo para extranjeros pareció hallar, al fin, la clave para huir del laberinto.