La pasión por Colombia los trajo hasta El Batán

Cinco amigos dejaron todo para acompañar al equipo colombiano. Las estadísticas entre ellos son pesimistas (tres se pelearon con sus esposas, uno dejó el estudio y otro está a punto de ser despedido). Pero su pasión por el fútbol va más allá de los números.

Cuatro son de Medellín: Jorge López, Humberto Ocampo, Juan Burbano y Jorge Loayza. Uno es de Cali: Óscar Hoyos. En los estadios de Colombia son enemigos acérrimos. Decidieron venir sin camisetas amarillas, para no confundirse con los ecuatorianos.

Son hinchas del Atlético Nacional y por eso tienen las camisetas verdes listadas de blanco. El otro, lleva una casaca roja, del América de Cali.

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El caleño ondeó con orgullo su bandera. “Ecuador, Colombia es tú papá”, grita. De pronto, le siguen sus amigos de Medellín. Ellos están en la tribuna, pasando la malla está el grueso de los colombianos en la general noroeste.

El árbitro va a anunciar el inicio del partido. Al caleño se le ocurre otra barra “De local... Colombia, de local”. Nuevamente hace furor. Ellos han gastado $ 200 por persona para llegar a Ecuador. Se hospedan en la casa de un compatriota, tío de José López, para ahorrarse el 50% del costo del viaje.

Los equipos ya juegan. Los colombianos gritan hasta que Tin Delgado les amarga la fiesta. Están tristes. Sacan sánduches y un ecuatoriano los mira con ojos de hambre. Ellos le ofrecen uno.

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Los colombianos están callados, esperando el gol hasta los 43 minutos, cuando al caleño se le ocurre decir: “Colombia, Colombia... h... ”.

En el público aparece un personaje con expresión iracunda y amenazadora. Es Ecuador Montonero, dicen en las barras. Este se atreve a lanzarle un montón de palabras soeces al caleño. No lo golpean, pero le lanzan cerveza. Ecuador Montonero es impredecible. Incluso, cuando Colombia pone el 1-1, lo regresan a ver enojados. Y cuando la Tri anota el 2-1, pone un rostro execrable, intimidante para los hinchas colombianos.

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Con la esperanza viva hasta el último minuto

Martha Murga  |  Redactora

El audio de la transmisión del partido Ecuador vs. Colombia se oye claramente en uno de los barrios de la cooperativa Los Lirios, barrio marginal en el norte de Guayaquil, porque atraviesa fácilmente las paredes mixtas donde predominan más el cartón, latón, los tablones, que ladrillos.

Adentro, en la casa de la familia Gómez Tapia, donde viven doce refugiados colombianos, Fernando Gómez (32 años) aprovecha un descanso médico –tras un accidente laboral en un empresa que le dio empleo hace diez meses– para ver el encuentro.

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Fernando (10), uno de sus cinco hijos, lo acompaña en la cama vestido con una desteñida camiseta de la selección de Ecuador; pero él, al igual que su padre, alientan por el combinado de su país.

Sin embargo, el gol ecuatoriano llega tempranamente. Fernando se acuesta y susurra: “Vamos Colombia, tú puedes”. Su hijo lo escucha y habla de acciones en el fútbol que su padre corrige: “No, no es penal, es tiro libre mijo”.

La abuela de la familia, Ana Jaén, también ve el juego y aunque no sabe de fútbol, ella reconoce en la televisión a Hernán Gómez. “Ahí está Bolillo. ¡Ay Bolillo!”, reprocha como tratando de reclamar por qué  dirige la Tricolor.

El gol de Colombia viene y el cuarto, de tres por seis metros, se alborota al entrar los cinco hijos de Fernando para celebrar el empate. Hay mucha gente en el  cuarto, pero el ventilador disipa el calor.

Luego, Franklin Salas anota para Ecuador y la mitad de las personas abandonan la habitación. Pero, Fernando no pierde la esperanza: “Hágale Colombia, que es el último minuto. Tú puedes hacer el gol...”, pero no llegó.

“No, está jugando mal Colombia”, se lamenta Fernando y recuerda cuando su selección jugó en 1984 con Chile, en su  natal Villavicencio, que abandonó hace tres años, “allí  Colombia andaba bien”.

Entre risas, para que pase la derrota, ve al Bolillo y le da un mensaje: “Escóndase de los colombianos que si no le sacan la cabeza...”.