Desde la infancia de pronto emergen. Llevaban entonces cofias impresionantes, tocas que parecían alas, barcos de papel. O lucían anteojeras que no les permitían ver por los lados. En el jardín de infantes, una monja me enseñó los rudimentos del alfabeto. Premiaba mis esfuerzos con manzanas rojas cuyo sabor quedó para siempre en mi paladar. Recuerdo al chiquillo de cuatro años, el que ahogaba sus penas en la falda de tela burda donde se mezclaban aromas de incienso, jabón de rosa, olor inconfundible que reencuentro en las iglesias.

Mi padre murió de cáncer a los sesenta años. El último fue un calvario. Una monja lo cuidaba, lo bañaba, lavaba vendas y apósitos. Era delgadita, comía como pájaro. De noche, hablaba del pueblito donde vivían sus padres. Ocultaba una inocencia que jamás podría perder. Me ayudaba a traducir del latín al francés La Guerra de las Galias, los versos de Horacio, de Virgilio. Cuando caminaba, tintineaban las cuentas de su rosario. También olía a incienso, a flores del campo. Capaz de rezar horas y horas, llevaba alma almidonada. Veía sus labios en movimiento. Sabía que al decir “Dominus tecum” conseguía la paz, se arrullaba el corazón. Su piel parecía porcelana. Extraño al Dios del que hablaba. Las preguntas mías eran simples, las contestaciones: transparentes.

- ¿Por qué juega Dios con nosotros a las escondidas?

- Él finge abandonarnos para que podamos encontrarlo.

Sor Susana, ¿sabe usted?, sigo haciéndome la pregunta; me aferro a su contestación. Para usted, los seres humanos eran tales como tenían que ser. Me enseñó que amar a alguien era verlo como Dios quiso que fuera. Al contemplar un mundo sanguinario que usted no conoció, pienso que se volvió más difícil creer en el hombre que en la misma divinidad. Una noche, sor Susana me obsequió una hoja de papel blanco: “Solo tienes que firmarla; Dios escribirá en ella lo que Él quiera”. Contemplo mi hoja de vida llena de borrones y chafarrinadas. Quizás no dejé que Dios escribiera. Pretendí llevar por mi cuenta el relato de mil desvaríos.

Siguen las monjitas, a pasitos, despacito. Unas llevan prendas que huelen a pan recién horneado con un dejo de levadura. Recuerdo a Mateo: “El reino de los cielos es semejante a la levadura que una mujer escondió en tres medidas de harina hasta que todo fermentó”. Las monjitas desgranan las bolitas perforadas de sus rosarios, cuentas diminutas de penas y alegrías. Tener fe es fiarle a Dios, dejar la puerta junta por si acaso se le ocurra aparecer. La muerte es el juguete más serio creado por Él. Inventó los árboles pensando en los pájaros. Nosotros fabricamos jaulas, soñamos con la libertad. Libres como las aves, mueren las monjitas un día cualquiera. Llevan en la caja de madera su olor a incienso, hostia consagrada, alma almidonada, más unos minúsculos sueños acurrucados.

Sor Susana sigue proponiendo la hoja blanca para que deje de escribir mis aberraciones. Algún día leeré con sorpresa el mensaje inexplicable que tanto anhelo.