Cuando apareció a eso de las 22h30  por entre las menos de veinte mesas de la cafetería Antología, quienes la esperábamos desde hacía ya dos horas  supimos que era ella sin que se presentara:  su gesto dulce,  sus ojos oscuros,  sus rizos sueltos y ese buenas noches suyo, tan sonoramente argentino.

Una cena y dos copas de Gandia precedieron su transformación sobre el escenario, la noche del jueves. Porque cuando Bibi González cantó tangos junto al guitarrista argentino Claudio Durán,  su cuerpo y su alma se volvieron voz, la voz grave y sensual del tango añejo.

Su presentación duró menos de una hora,  pero hizo temblar las nostalgias.  Desde la estantería, libros de  Vargas Llosa y de Vallejo la miraron empezar su repertorio con El choclo, tema que incluyó en su último disco, Silencios.

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Siguió con Malena, un tango de 1942,  que parecía hecho  para ella cuando cantó con los ojos cerrados:  ‘Tal vez allá en la infancia/ su voz de alondra/ tomó ese tono oscuro/ de callejón’, mientras Durán hacía lo suyo,  acariciando las cuerdas de la guitarra a veces cadencioso, a veces brusco.

Bibi González se sentó en mi mesa, y se quitó el chal, dejando ver el tatuaje de su hombro izquierdo, que significa energía.  Entonó Nostalgia, y sonaron otras voces femeninas de despecho, que se hicieron más tristes en Sur, Yira, Yira y Cambalache, de 1935.  Nadie dejaba su silla.

Luego vinieron Garufa y una milonga.  Bibi bailó un poco y pidió un whisky seco.  Cerró la noche, a las 23h40, con Tarde, Cuesta abajo y Volver.  Llevará a Quito su voz tanguera, que dejó tarareando recuerdos a los presentes.