Con motivo del concurso Miss Universo, se le dijo al país que en estos días el Ecuador sería una vitrina al mundo; que centenares de millones de ojos nos estarían admirando; y que sería un crimen que dejásemos pasar semejante oportunidad.

El mensaje parecía serio. Después de todo, el turismo debería ser una de las claves económicas para sostener la dolarización.
La ciudadanía respondió con gran entusiasmo. En todas partes se recibe a las candidatas con muestras de cariño y afecto.

Pero para sorpresa de todos, en estos días las islas Galápagos, la principal atracción turística del Ecuador y el ícono por el que nos conocen en todo el planeta, se convirtieron en el escenario de una revuelta minoritaria para imponer un absurdo: la extinción del pepino de mar, lo que pondría en peligro el equilibrio ecológico de las Islas.

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Casi ninguna autoridad reaccionó. Los ministerios de Turismo y de Comercio Exterior hicieron declaraciones, pero no para decirnos cómo solucionarán este desborde de anarquía irracional, sino para acusarse mutuamente de no hacer todo lo que hace falta para promocionar el turismo ante el mundo.

A última hora se ha llegado a un acuerdo para posponer el conflicto. La vitrina se ha salvado, pero solo momentáneamente. La solución definitiva todavía no aparece.