Allá por 1961 un sociólogo norteamericano, Óscar Lewis, publicó un libro que haría época: Los hijos de Sánchez. Era la transcripción casi literal, con muy pocas supresiones, de interminables horas de conversación grabadas con los integrantes de una familia mexicana de Tepito, el barrio más marginal y peligroso de Ciudad de México.

En la introducción, muy breve, Lewis propuso una tesis sorprendente: en México había descubierto “la cultura de la pobreza”, esto es, un conjunto de creencias y conductas que los sectores marginales de los grandes centros urbanos “modernos” de América Latina han desarrollado para sobrevivir.

No me voy a referir a todas las características psicológicas de la “cultura de la pobreza” anotadas por Lewis, pero sí a algunas que interesan en este momento: el uso frecuente de la violencia al zanjar dificultades, una fuerte predisposición al autoritarismo, una creencia en la superioridad masculina que alcanza su cristalización en el culto de la masculinidad, y una gran tolerancia hacia la patología psicológica.

(Sí, adivinaron, estoy tratando de encontrarle una interpretación sociológica al incidente que protagonizaron hace dos días los diputados León Febres-Cordero y Renán Borbúa, pero permítanme que primero concluya con mi argumentación).

Quizás el término “cultura de la pobreza” no sea el más adecuado. Lewis aclaró que él no se refería a los pobres en general sino a ese sector que está en el fondo mismo de la escala social, mendigos, pordioseros y desempleados crónicos, al que los sociólogos también denominan lumpenproletariado, o lumpen para abreviar. Un trabajador que perciba un salario reducido no necesariamente se ceñirá a los patrones de la “cultura de la pobreza”.

En cambio, puede ocurrir lo contrario: que en países con economías marginales como la nuestra, escasamente desarrolladas y absolutamente dependientes del Estado, donde el triunfo social y económico no se consigue produciendo, a través de las leyes del mercado y de la competencia, sino por el apellido, los contactos y las influencias políticas, también allí, digo, las élites a veces desarrollan patrones de conducta que coinciden sorprendentemente con algunos rasgos de eso que Lewis denominó la “cultura de la pobreza”.

El incidente del otro día entre los dos diputados que mencioné es un ejemplo evidente. Dos hombres que poseen una enorme cuota de poder, y que disponen de guardaespaldas y de su propio servicio de seguridad, se trenzan ellos mismos a golpes en un avión, como si se tratase de una cantina en un barrio marginal.

Ustedes me dirán que también en los países desarrollados las élites son violentas y que también allí se rinde culto a los que se dan de golpes. Las primeras planas del Washington Post, con sus fotos de soldados torturando a presos iraquíes, lo confirman. Pero hay una diferencia: George Bush no le caería a golpes a un congresista, aunque ganas no le faltasen. Si algún día lo llega a hacer, será porque un sector de la élite norteamericana también atraviesa por una crisis moral de proporciones históricas. Pero por ahora no es lo mismo: las élites de los países desarrollados mandan a sus matones a dar palizas, pero ellas no se manchan el traje.

Eso solo ocurre en países donde la “cultura de la pobreza”, o mejor dicho, la “cultura del lumpen”, se ha instalado en el entramado social en una forma tan profunda que ya no hay cómo esperar que las diferencias se resuelvan a través de las instituciones.