Sin dudas una de las preguntas que se hacen los espectadores sobre las obras artísticas de producción actual es la de si permanecerán como parte de la memoria histórica o si solo son experiencias de mera transitoriedad hacia una realización que aún no aparece. Porque siendo algunas de ellas ajenas a lo ya hecho en concepto y materia, pueden proyectar el sentido de una ruptura, de una fractura frente a un desarrollo histórico del arte.

Como esto último merece una reflexión particular, me detendré a considerar lo primero.

El subjetivismo, es decir un individualismo como valor de creatividad, se gesta en el romanticismo y se afirma en el modernismo al que otorga su sello de definición. Naturalmente, la preocupación capital es afirmar lo propio en versión del mundo interior, con el complejo entramado que ese mundo es en el ser particular.

El arte, desde ese momento, se dedica a desvelar la verdad, si como tal se entiende la correspondiente a cada uno de nosotros, o como escribió Heidegger “la verdad del ser”. Pero más acá de esa intención y pretensión, la obra se convierte en experiencia personal, con autonomía propia, espacio en que cada artista se dedica a consagrar una visión del mundo a través de la suya.

El mundo es reducido, pues, a la percepción del autor, o si se quiere a la opinión del autor.

Lo experimental como búsqueda y realización en sí es una constante de esta consideración del arte. La obra, bajo estos lineamientos, es su consecuencia directa. Pero si las ideas –como proposiciones– abren estas variadas posibilidades, el cambio asoma en los medios o recursos para explicitarlas.

Toda experimentación conlleva un sentido de temporalidad, de finitud, de transitoriedad. Señala el paso entre algo que ha tenido vigencia hacia algo que puede encontrarse en un devenir. Es un estado intermedio, no un fin en sí mismo. Por eso lo experimental en arte no define sino, en el mejor de los casos, intuye lo que podría ser.

Si el entusiasmo acompaña a la aparición de lo nuevo, o de lo que aparenta serlo, la reflexión –que exige un distanciamiento en el tiempo– puede extraer otras conclusiones.

Tomando como ejemplo el arte pop de Warhol, de Liechtenstein o de John, que en su momento pretendió ser el desplazamiento total de lo antes existente gracias a su maquinaria de difusión, apenas separado de este tiempo por menos de medio siglo, cabe preguntar si permanecerá o si quedará reducido a versiones diseñísticas y publicitarias como único valor suyo. Como él, otras manifestaciones están en igual trance, lo que lleva a pensar si sus productos tienen la consistencia necesaria para sobrevivir a las momentáneas euforias, a los arrebatos de moda, a los júbilos pasajeros.

Tentación de algunos artistas contemporáneos es producir para museos y concursos. La obra así concebida expresa una restricción autoimpuesta. Pero el arte no debe restringirse a sí mismo sin correr el riesgo de cometer suicidio. El arte, por lo demás, es apertura hacia el mundo. ¿Por qué cortar espacios que más bien deben permanentemente expandirse?

Lo permanente lo señala la vigencia del canon. ¿Lo transitorio es oposición a ese canon o más bien su verificación por otras vías?