Las palabras, como la ropa, los autos y los peinados, se gastan rápidamente, pasan de moda y quedan arrumadas en el rincón de los trastos inservibles. Igual que esas cosas que en algún momento fueron útiles, su uso las vuelve vacías y terminan por no servir para nada, ni siquiera para lo que fueron acuñadas. Por esos avatares de la moda, pero también de la política, usar en este tiempo frases rimbombantes como deuda social equivale a colocar un cartel de bronce en algo tan sólido como una mata de perejil.

Jamás debe haber pensado el entonces candidato presidencial brasileño Tancredo Neves que su frase de campaña se divulgaría con tanta rapidez como para llegar a convertirse en moda. Tampoco tuvo tiempo para ver cómo se desgastaba, porque la vida le jugó la mala pasada de agotársele pocas horas antes de posesionarse como presidente. Ahí dejó su legado, en una frase que sin duda sonaba bastante mejor que lo que expresaba. Talvez habrá querido decir muchas cosas, darle contenido a la dichosa frase y sobre todo ponerle un poco de condumio en el ejercicio del gobierno. Seguramente, si la vida le hubiera dado tiempo, se habría preocupado de aclarar que, como siempre sucede cuando se habla de deudas, debe haber una persona que tiene la obligación de pagar y otra persona que tiene el derecho de cobrar. No importa si cada una de ellas es un individuo aislado, una colectividad, un par de instituciones o el pueblo entero, la cosa es que alguien paga y alguien recibe. Para que exista deuda deben existir esos dos personajes, sin ellos no hay compromiso. No se le puede acusar a don Tancredo, pero la verdad es que dejó en el aire el asunto básico.

Dejó también sin respuesta el otro tema central de cualquier deuda, que es el monto. Un compromiso sin ese número elemental simplemente no existe. Solo cabe imaginar la carcajada o, con mayor seguridad, el enojo que tendría cualquier juez ante el que llegaran como litigantes un deudor que no sabe cuánto reclama y un acreedor que desconoce cuánto le piden. Que uno de los dos, especialmente este último, lo ignore por conveniencia, vaya y pase, pero que ninguno tenga idea, daría razones al juez para encerrarlos por desacato. Es que si no se sabe a cuánto asciende, resulta imposible saber si se la está amortizando y hasta cuándo será necesario continuar con el pago.

Basta compararla a su pariente rica, la deuda externa, para saber todo lo que le hace falta. Sobre ella no hay cómo perderse en cuanto deudores y acreedores, aunque en ocasiones estos se escondan detrás de pagarés al portador. Tampoco hay misterio en los montos, en los intereses y en los períodos de pago. Todo está tan claramente establecido que tiene lugar de privilegio en el presupuesto del Estado. La otra, la pobre para los pobres, tiene que contentarse con ser apenas un par de palabras vacías, que no fue lo que quiso decir don Tancredo Neves.