La novela, escrita por Dan Brown, apareció en marzo del 2003 y en su primera semana saltó al número uno  de la lista de ventas de ficción de  The New York Times.

El cineasta Ron Howard ha manifestado su intención de realizar una adaptación fílmica de El código Da Vinci.

“Los best sellers son a la literatura lo que McDonalds es a la gastronomía”.  Encontré este comentario en uno de los chats  a propósito de El código Da Vinci, y me encantó. Leí El código Da Vinci a principios de este año, llevada por la curiosidad ante una novela que auguraba tantas hipótesis transgresoras en torno a Cristo y la Iglesia Católica, al Opus Dei y al legado simbólico de Leonardo Da Vinci.

Mi curiosidad fue acicateada aún más cuando encontré en diarios internacionales y sitios de internet una polémica ardiente que llenaba páginas y páginas de detractores indignados y, a veces, hasta apocalípticos; de críticos literarios y estudiosos del arte que habían cotejado históricamente la infinidad de alusiones a interpretaciones históricas, culturales y religiosas de la obra.  Por la misma época recibí un mail de una amiga en España que decía haber quedado boquiabierta con la lectura y que escribir algo así requería mucha habilidad y cojones.

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¿Qué era todo esto? ¿Qué tenía el dichoso Código Da Vinci que causaba tanta indignación o tanto asombro? ¿Su autor, el historiador de arte Dan Brown, era un genio o un oportunista? No tenía necesidad de leerlo para saber que era un best seller que, para enero de este año, había vendido más de seis millones de copias. Su lectura me llevó a una narrativa que, al igual que otros best sellers recientes pero quizás no tan estridentes, abunda en teorías conspiratorias y en extrañas y, a veces, insustanciales referencias a acontecimientos y personajes históricos y religiosos.

La novela apareció en marzo del 2003 y en su primera semana saltó al número uno de la lista de ventas de ficción de  The New York Times. ¿Cuál puede ser su fórmula? Quizás que logra crear un mito popular que, sin descuidar jamás el entretenimiento, funciona en más de un nivel: novela histórica y de misterio, thriller de aventura, novela de conspiración y manifiesto espiritual new age.

Junta elementos completamente atractivos en una cultura posmoderna y anhelante de espiritualidad de bolsillo: una actitud relativista hacia la religión; una creencia de que la realidad es maleable y puede ser adaptada a la subjetividad y deseos personales; una lectura de la historia a caballo entre teorías de conspiración y aventuras secretas nunca antes develadas. ¿Acaso Hollywood ha pasado en vano por nuestra historia y nuestras vidas?

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Desde sus primeras páginas me di cuenta de que perfectamente podía convertirse en una película: era una narrativa absolutamente cinematográfica, en el sentido más hollywoodense de la palabra. Se trata de una novela que se lee como un guión, con capítulos cortos, llenos de descripciones sensoriales, conversaciones rítmicas y misteriosas, y de personajes desafiantes, cuyas emociones han sido descritas y explicitadas hasta el cansancio. 

No voy a negar que sentí cierto placer mientras leía esta historia con aires de Expedientes X y El nombre de la Rosa –en versión sensacionalista, claro está–; en torno a un protagonista mezcla de Harrison Ford y James Bond, pero de corte intelectual y detectivesco.

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¿La trama? Robert Langdon, profesor de Harvard y experto en simbología, descubrirá que el Santo Grial no es una copa, sino el nombre oculto de María Magdalena. Esta no fue una prostituta: fue la esposa de Jesús y la madre de su hija, Sarah, cuya misión era perpetuar el linaje de un profeta mortal, que solo se convirtió en Hijo de Dios por efecto de manipulaciones posteriores. Las Cruzadas, organizadas por la Iglesia para destruir la verdad, suprimieron la figura de la mujer de Jesús  y  el aspecto femenino y sexual del cristianismo. Contra esto habría surgido el Priorato de Sión –al que pertenecieron Leonardo da Vinci, Boticelli, Newton y Víctor Hugo. Los miembros de la secta no lograron su cometido, pero plasmaron en su legado símbolos reveladores. Así, en La última cena de Da Vinci, el apóstol que ocupa la derecha de Cristo no es otro que la misma María Magdalena. Sin embargo, el Opus Dei, interesado en que nada de esto se descubra, manda a asesinar al actual líder de la secta. Afortunadamente este, en los últimos momentos de su vida, organiza un acertijo lleno de adivinanzas y referencias históricas y lingüísticas, dirigido a su nieta y al guapo profesor de Harvard de paso por París...

El escándalo, acompañado del éxito de mercado, no ha cesado de crecer. Ron Howard (Apolo 13, Una mente brillante) ya ha manifestado su intención de realizar una adaptación cinematográfica. En junio sale El engaño Da Vinci, uno de los tantos estudios concebidos para desenmascarar la verdad (el libro ya se puede preordenar por internet: http://carl-olson.com/abouttdvc.html). El Opus Dei no ha parado de ofrecer pruebas en contra: “El código Da Vinci ofrece un retrato extravagante e inexacto de la institución católica del Opus Dei”, proclama un comunicado en su página de internet (www.opusdei.com). Por su parte, la crítica literaria también se ha hecho oír.

 Un comentarista español llegó a afirmar que había “demasiada invención, demasiada maldad, demasiada perversión como para ser ni siquiera verosímil, pero los lectores más inocentes pueden quedarse con la idea de que la Iglesia Católica, y  en particular el Vaticano y  el Opus Dei, son una institución poco fiable”.  Otros críticos lo defienden, como una de las cronistas literarias de The New York Times, que afirmó: “Desde la aparición de Harry Potter, un autor no había logrado deleitar tan notoriamente conduciendo a los lectores por una cacería sin aliento”.

¿Y los lectores?
Frente a esta avalancha, la mayoría de lectores comunes declara haber disfrutado la novela. En un sitio español, una lectora se pregunta: “¿Por qué ha causado tanto revuelo y polémica?; si se dice que no está bien documentada, entonces ¿qué es lo que molesta tanto a los católicos o al Opus Dei (...), o no será que por ahí hay algo de verdad?”.  Otra llega a decir “me encantó cómo ensalza a las mujeres y a nuestra feminidad”.  Esta misma polémica ha aflorado en nuestro medio, donde los católicos se han inquietado tanto con las páginas de Brown, que un programa de cable llega a plantear la disyuntiva entre ficción y fe, como si esta obra nos obligara a enfrentar a ambas.

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Parecería que la sociedad contemporánea está perdiendo la capacidad de distinguir los límites de la ficción. O que la ficción ha aprendido demasiado bien a disfrazarse de verdad y echar mano de todo lo que pueda para lograr más ventas. O que Hollywood nos ha infiltrado de sospechas, conspiraciones y aventuras que son un atentado a la posibilidad de entendernos como humanos. O que la religión no ha aprendido hasta ahora a dialogar y a reflexionar sobre sus dogmas. O que la posfilosofía de la posmodernidad nos ha dejado demasiado desnudos de certezas.