Ya sea que analicemos a las Naciones Unidas o a la CIA, las gigantescas compañías de Japón o los grandes chaebols (grupos industriales) de Corea, los ministerios gubernamentales de América Latina, las empresas propiedad del gobierno de China o las burocracias de la Unión Europea basadas en Bruselas, hay una cosa en claro.

Mientras los ojos del mundo están concentrados en la guerra contra el terrorismo y las amenazas a la economía global, o el sida y el sars y el medio ambiente, se está prestando poca atención a una crisis institucional global de rápida extensión.

Las grandes burocracias de todas partes están en problemas. Debido a que el mundo a su alrededor está cambiando más rápido que sus procesos de toma de decisiones, todas van corriendo rumbo a la obsolescencia.

¿Pueden estas instituciones y miles de grandes compañías en todo el mundo transformarse a sí mismas y sobrevivir las tasas de cambio más rápido de toda la historia?

Tácticas de resistencia
Los que se oponen al cambio en las corporaciones con frecuencia argumentan que grandes modificaciones afectarían las operaciones actuales, una pretensión hecha por funcionarios norteamericanos de inteligencia cuando los miembros de la comisión que analizaba los ataques del 9 de septiembre contra el Centro Mundial del Comercio sugirieron que pudiera ser necesario un reacomodo a gran escala de las responsabilidades de diversas agencias.

Otra táctica para evitar el cambio es el “aletargamiento”. La resistencia escribe papeles, planea y replanea incansablemente, mientras hace los menores y más pequeños cambios posibles.

El “aletargamiento” se estira con frecuencia hacia la “cancelación por tardanza”: frenar hasta que el proponente clave del cambio a gran escala se retire o pase a un puesto diferente.

Una táctica de la demora extendida se produce bajo la guisa de habilidades de juego. Aquí la información, los datos y el conocimiento se retienen a aquellos que trabajan por lograr el cambio, o se les dosifica poco a poco para que su significado quede oculto.

Recomponer o reemplazar a una institución gigantesca, ya sea corporativa o gubernamental, es una tarea monumental. En los 60 la compañía más grande del mundo era la American Telephone and Telegraph, Inc.

Por sí sola tenía en aquella época casi un millón de empleados. AT&T era más que una compañía privada en Estados Unidos.

Era un monopolio regulado por el gobierno y una institución nacional. Tenía los laboratorios de investigación industrial más avanzados del mundo, los laboratorios Bell, y operaba el más grande y mejor sistema telefónico del mundo. Era un ejemplo preeminente de una firma verticalmente integrada, de la era industrial, dirigida hacia la producción masiva de bienes y servicios.

Pero era claro que no podía simplemente continuar lo que había estado haciendo.
En aquella era del teléfono predigital, el chiste dentro de las oficinas ejecutivas era que “si esto continúa, todas las mujeres de Estados Unidos tendrán que ser operadoras de teléfonos”.

Algunos de sus funcionarios de más alto nivel estaban convencidos de que con la llegada de las computadoras y los satélites la compañía necesitaría una misión completamente nueva, y nos invitaron a que contribuyésemos a definirla.

El resultado fue un reporte secreto que, doce años antes de que el gobierno de los Estados Unidos lo hiciera, le dijo a la compañía que tenía que dividirse.
El reporte también sugería cómo hacerlo de manera que satisficiera su nueva misión y siguiera siendo una de las grandes compañías del mundo.

Desafortunadamente, la compañía esperó hasta que el rompimiento fuera forzado por el gobierno e incluso entonces, en lugar de implementar una revolución estratégica, se contrataron, uno tras otro, directores ejecutivos y presidentes dedicados a preservar a la vieja AT&T más que transformarla.

En lugar de dirigir la revolución digital en su totalidad, AT&T se encogió a una fracción de su tamaño y en la actualidad se esfuerza por continuar con vida. La resistencia ganó. La compañía, sus inversionistas, empleados y clientes perdieron.

Condiciones para la revolución
De aquella experiencia aprendimos de cerca cuán difícil es que las instituciones gigantescas –y no solo las compañías– cambien de dirección, e identificamos cuatro precondiciones, con frecuencia pasadas por alto, sin las cuales la transformación revolucionaria es casi imposible.

Estas cuatro no son de manera alguna las únicas precondiciones para el cambio institucional a gran escala. Pero sin ellas, las probabilidades de la adaptación exitosa al huracán del cambio actual son extremadamente bajas.

Primero, la institución debe enfrentar una crisis externa.

Segundo, la institución necesita tener dentro (y haber tolerado) una “oposición leal”: individuos o una red de personas quienes levantan tempranas banderas de advertencia y hacen ruido a favor del cambio estratégico profundo.

Tercero, ya preparada desde el interior o el exterior, necesita haber una visión alternativa: un plan o propuesta con algún grado de plausibilidad y gente capaz de venderla.

Cuarto, la institución necesita un líder atrevido dispuesto a arriesgar su carrera y reputación por luchar por un cambio verdaderamente transformador.

Estas precondiciones no garantizan la supervivencia de una institución moribunda, pero en su ausencia incluso las otroras grandes instituciones se convertirán en algo más y más disfuncional y caerán más y más retrasadas hacia un futuro apresurado y saturado de crisis.

Actualmente en Estados Unidos escuchamos que los políticos discuten las necesidades de cambio en el Departamento de Estado (responsable de los asuntos externos) y el Departamento de la Defensa (responsable de las cuestiones militares).

Pero casi nunca se preguntan si sigue siendo racional retener a cada uno de ellos como una burocracia distinta y altamente competitiva.

Un “muro” legal evitó que la CIA y el FBI compartieran información porque una es responsable de la inteligencia externa y la otra inteligencia doméstica.
En un mundo globalizado en que el dinero, la contaminación, la gente, la información y los terroristas cruzan las fronteras con facilidad, ¿es la distinción entre extranjero y doméstico todavía apropiada?

Las preguntas que pocos hacen donde hay grandes burocracias son: si esta institución no existiera hoy, y comenzáramos desde el principio, ¿cómo la diseñaríamos para que cumpliera con los retos del mañana? Si no existiera el FMI, ¿sería necesario? Si un chaebol coreano controlado por una familia no existiera, ¿cómo comenzaría uno, con todos los recursos a su mando?
La historia rara vez permite comenzar de nuevo, y aun si lo hiciera, las nuevas instituciones, una vez construidas, rara vez son iguales a los planos originales.

Pero el mismo ejercicio de responder a estas preguntas mostraría cuanta cortedad mental y miopía tienen la mayoría de las propuestas que escuchamos en la actualidad de los más altos niveles de los negocios, el gobierno, la academia y las finanzas al intentar hacer frente al vórtice del cambio que llamamos el siglo XXI.
 
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