A la inquietud que puede plantearse sobre el estado actual de las artes nacionales se puede, a su vez, remitirse a algunos referentes concretos. Por ejemplo, la Bienal de Cuenca lo es en relación con las artes visuales, mientras otros certámenes lo son de la música, la danza y el teatro.

¿Significa esto que hay un progreso general en las artes o meramente que existe una inquietud mayor que la de antes en cuanto a experiencias, búsquedas y logros?
¿Y cuál de ellas realmente ha evolucionado por mostrar consistencias y madurez en los últimos años?

Pudiera pensarse que las artes visuales con la vitrina que es Cuenca. Pero creo que mayor proyección se encuentra en la danza y el teatro.

La danza se ha impulsado no solo a través de certámenes diversos antes inexistentes, sino por la disciplina y la voluntad creativas de coreógrafos y bailarines que, pese a las limitaciones del caso, persisten en un rito de ejecución que ha alcanzado estimables logros y trascendencia más allá de las fronteras.

Algo semejante se advierte con el teatro, y si su acción misma es limitada en cuanto a proyección pública, sus resultados son singulares y, lo que es más importante, poseen personalidad propia.

¿Cómo desconocer los trabajos de Malayerba por ejemplo, en que las puestas en escena se sustentan tanto en los trabajos interpretativos como en los logros de los textos?

Cierto, el teatro puede utilizar textos de autores extranjeros como ha sucedido en los recientes montajes de la Escuela de Teatro de la Universidad Central al presentar uno de Fassbinder y otro de García Lorca, o en el reestreno de una adaptación de Kafka que descubriera las condiciones artísticas de Tamara Navas. Eso es parte de su naturaleza, como lo es la directa implicación con el público, sin subterfugios de ninguna clase. El problema no es el empleo del texto sino su recreación en el escenario, es decir su traducción a imágenes escénicas.

La relación directa con el espectador es indiscutible ventaja, pero también le ha significado restricciones con el sentido de censura o de autocensura. El cine ha aprovechado esto último en beneficio propio, sin que por eso pueda afirmarse que supera al teatro. De hecho, los logros del cine en la imposición de un propio lenguaje son, sin duda, estimables, sin olvidar que uno de sus componentes, la tarea interpretativa, es de procedencia teatral y que sus actores y actrices tienen ese origen.

La teatralidad de los trabajos más recientes es demostración indiscutible del avance del género. Imaginación y sugerencia son sus más evidentes recursos. Si a eso se agrega que la otrora literatura dramática ha dado paso a la plenitud de la acción teatral, que sin desechar la existencia del texto lo transmuta en imágenes de constante visualidad, se comprende  lo perentorio de su éxito.

El teatro conmueve directamente, estremece, divierte, alecciona, juega –en el mejor de los sentidos– con emociones y sentimientos. Descubre mundos externos e internos, desvela, desnuda metafórica y literalmente espíritus y cuerpos (femeninos en la obra de Fassbinder, masculinos en la de García Lorca). Tiene, en fin, la gravedad de enfrentarnos con nosotros mismos.