¿Por qué se detiene el tiempo cuando padece el alma? Eterna se vuelve la congoja como dolor de muela. ¿Por qué corren tan pronto las manecillas del reloj apenas logramos aprisionar aquella poquedad de dicha? Estrechamos a la criatura de piel satinada que se convertirá en viejezuela de ochenta primaveras. Entre el nacer y el morir solo existe el espacio de un paréntesis. Sin embargo, saturamos de belleza nuestros ojos: cuadros, catedrales, estrellas por millares, desde lo infinitamente grande hasta lo imperceptible. Desgranamos rosarios de cuentas blancas, negras, alternando duelos, nacimientos, delirios, sinsabores, locuras entrañables.

¿Por qué multiplica el beso, simple roce de labios donde aflora la sangre, tentativas para alcanzar lo inaccesible, lo inasequible, caza del alma que nunca termina? ¿Por qué el recurrente sueño de ser ángel para transfundir la ternura sin pasar por la piel? ¿Por qué aquella suma de prodigiosas sensaciones cuando enloquecen las neuronas, no se sabe dónde termina nuestra mirada o empieza la de nuestra pareja, cuando ilusiones navegan en aguas de pupilas, naufragan, sueñan con islas inexistentes, cuando nuestra sangre carretea su carga de alfileres mientras deletreamos el nombre del ser amado? Hay momentos en que penetramos en el amor como se entra en una iglesia. Me gustan las oraciones atrevidas, rezos insensatos, cuerpos que se enlazan para orar.

¿Por qué buscamos a Dios en los confines del mundo si navega sin cesar en las arterias, deja señales amorosas en el pulso de nuestra muñeca? ¿Por qué cierta mujer, al calor del verano, abrió todos los diques de su cuerpo para entregarse a un sueño que se esfumó al amanecer? ¿Por qué la quinceañera optó por diablillos para huir de su inocente pesadilla? ¿Por qué abortan adolescentes asustadas? ¿Por qué suceden cosas que podríamos evitar con una onza de amor?

¿Por qué emite el silencio semejante ruido cuando pretendemos quedarnos a solas en nuestra más íntima soledad, cuando aquella soledumbre se llena de voces, golpea la almohada el latido insistente, se anima la madera de cualquier anaquel, zumban las alas de algún insecto? ¿Es reconfortante acaso zambullirnos en los sonidos múltiples de la rutina? El amor, de pronto, logra detener el tiempo, silenciar el mundo, eternizar el hilo de un beso, la palabra inesperada, el gesto sorpresivo. Nacen la magia, la felicidad, gatos difíciles de atrapar. En los ojos de los demás se halla siempre el horizonte.

¿Cuántas espinas para un rosal? ¿Cuántos jadeos de mujer para que asome el neonato? ¿Cuántos cuchitriles antes de lograr un Partenón? Si no existiera el dolor, no podríamos siquiera imaginar aquel bendito segundo de felicidad perennizado por el flash de una cámara. Coleccionamos momentos; la vida no da para más; el mundo es de los aficionados: cada cual escoge su locura. Puede ser la cruz, la estrella, la espada, una mirada, “el paso leve de un gato entre libros”, como lo soñaba Baudelaire. Apostamos nuestra vida, lo único que tenemos. A veces, como máquina tragamonedas, nos devuelve un chorro de sueños dorados. Otras veces, se queda con las apuestas; nos sentamos en el suelo, de espaldas al sol, con nuestra sombra interminable.