María José Sánchez toma dos fichas de un dólar y las coloca sobre el once negro. Su mano izquierda va sobre el tablero, la derecha se aferra al borde de la mesa. En ningún momento aparece un rastro de nerviosismo en sus gestos. Apenas sí una sonrisa pequeña que ilumina su rostro.

Antes, cuando decidió compartir su experiencia de jugar en los casinos, se descompuso un poco. Luego volvió a la calma y dijo que a pesar de todo fue una experiencia increíble.

María José vivió algo más de dos años absolutamente del juego. Para ser más precisos, solo de la ruleta. Admite que ese tiempo se fue por alguna esquina de su vida, y se llevó muchas cosas, pero ahora está aquí y ella sabe que vencerá.

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Será talvez que la noche se hizo para esconder a seres noctámbulos, o quizá solo sea un espejismo, una treta para esconder al día y sus obligaciones. María José se siente cómoda con la noche y con ella va su historia.

Rueda y gira
La bolita impulsada por el crupier (encargado del juego) rueda y gira. En la pantalla electrónica pueden mirarse los últimos números premiados. La bola se detiene en el once negro. Las miradas son para esta mujer de pelo negro intenso, piel blanca y mirada inmensa. Empiezan los murmullos y ella ríe con frescura.

La frase que mencionó en algún momento de la charla mientras conducía su automóvil vuelve a la memoria. Es como un latigazo que rompe el aire denso del casino. “Yo siempre gano”, afirmó. Esa es parte de su realidad. Ahora está acostumbrada a ganar luego de un montón de años mirando la derrota con ojos de niña buena. Los días en que el triunfo solo era una ilusión ya se fueron.

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Es un jueves más de este Guayaquil regenerado, que ya mismo se convierte en viernes. En la puerta del casino del Unihotel (Clemente Ballén entre Chile y Chimborazo) estaba el personal de seguridad, correctamente enternado y exigiendo a los visitantes cumplir con las reglas de la casa. La camisa tiene que estar dentro del pantalón, nada de gafas para el sol y buena compostura dentro del establecimiento de juego.

Luego de pasar por una puerta detectora de metales, María José bajó los escalones y se introdujo a este mundo de sueños y pesadillas. Antes de pensar en apostar la primera ficha fue al baño. Se refrescó y salió con aires de sabiduría en la mirada. Aspiró el humo que circulaba como un elemento más del local, y se largó hacia la mesa mágica.

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Cambió 20 dólares por fichas de 50 centavos y de 1 dólar, y se enteró de que ya no eran cuadradas, como cuando ella solía frecuentar ese sitio, dispuso los montoncitos por delante y atacó con una apuesta para tantear la noche.

Las máquinas tragamonedas producían ese ruido de pesetas cayendo todo el tiempo. La sala no estaba llena y la gente se repartía por diferentes juegos. Tres tipos en la mesa de 21 o Blackjack, nadie en las carreras de caballos y algunos curiosos buscando una oportunidad entre los ganadores.

Todos los que juegan tienen derecho a beber gratis, eso ni siquiera hay que mencionarlo. El trago llega como por telepatía y los camareros lo ofrecen amables. Todo el tiempo suena una música instrumental que en ciertos momentos se vuelve inaguantable y el juego sigue.

Las manos de María José viajan por las fichas y por la mesa. Los dedos alargados y delicados rematan en uñas repletas de rojo. Esos dedos se mueven con sabiduría, atrapando el encanto de la ruleta, separan las fichas de mayor valor y disponen de las otras con acierto. Por supuesto que también pierden una que otra vez, pero vuelven al juego.

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Ganar también produce tensión. María José decide parar y tomar un poco de aire lejos de la mesa. Ya para entonces todas las miradas la han desnudado. Ella lo sabe, afirma que en todos los ojos hay cierta dosis de envidia. Mejor buscar otro lugar para seguir derrotando a la noche. Parte hacia el Hilton Colón. En aquellas mesas también disfrutó de sus ganancias. Un breve relato melancólico de esos días que ella asegura ya no volverán.