Hay dos rumbos desaforados en nuestros tiempos: la obsesión por la silueta esbelta y el completo abandono a los cuidados de la figura. Como en todo culto a los extremos, se cae en conductas extraviadas.  Cada vez que he leído algo que roza el tema del sobrepeso, los argumentos más utilizados bordean el territorio de la salud. Muy pocos el de la estética. Parecería que la norma de lo políticamente correcto impide aludir con precisión al problema de la imagen de quien ha cruzado la barrera de la robustez para convertirse, sin rodeos, en una persona gorda.

Sin embargo, ya sea desde la vía del respeto o desde la habitual práctica de la mentira social, la gordura es un signo que permite variadas interpretaciones.

Una sociedad como la estadounidense sufre en nuestros días un alto índice de obesidad. Personas de todas las edades, de diferentes etnias, de visibles grupos sociales distanciados entre sí, se mueven con el paso lento que imponen los kilos de exceso, se comprimen en el interior de los coches y de los aviones, diseñados para individuos de peso medio.

Entre ellos es revelación de un tipo de dieta fundamentalmente –la comida chatarra que en ese país se inventó y que incrementa la diabetes, la debilidad coronaria, los niveles de colesterol, entre otras muchas amenazas para el organismo–. Pero también es indicativa de la ansiedad desahogada en la sobrealimentación.  De vidas solitarias e incomunicadas. De ritmos precipitados que privilegian la ganancia de dinero.

En otra clase de países, los pobres no podemos, simplificadamente, esperar que no haya gente gorda.  La falta de educación nutricional se combina con el reducido presupuesto de las familias: con comer arroz se atiende el hambre y se desbocan los kilos.

Las repetidas maternidades convierten a las mujeres proletarias, muy pronto –ya lo observó José de la Cuadra en su célebre El montuvio ecuatoriano– en madonas rotundas y desnutridas. Y la cerveza empuja por fuera del cinturón el abdomen de los hombres.

Pero hay otras circunstancias. Por encima de la necesidad vital  aflora y hasta se cultiva el gusto por la buena mesa. La condición gourmet es un sibaritismo adquirido del que se puede presumir socialmente. Una conversación que abunda en nombres de exquisiteces probadas en restaurantes extranjeros, es otra señal de poder y buen mundo.  Pero, tengo entendido (y que me corrija mi amigo Bernard si me equivoco) que la satisfacción del placer de comer no tiene que redundar, necesariamente, en excesos. En la porción del platillo radica también el buen gusto.

Todo esto viene a cuento de mirar a las personas gordas. De tratar y querer a  muchas de ellas.  Jamás me olvidaré de que una amiga mía reflexionó una vez largamente sobre la persecución social a su imagen y concluyó  en que por encima de las críticas, ella había decidido ser “una gorda feliz”. De aquello han pasado algunos años.  Hoy, varios bypass  y algunos incidentes después,  asiste con puntualidad  a un gimnasio.