Toda madre merece ser enaltecida y para distinguirla se le ha asignado un domingo a fin de que sus hijos le expresen su cariño, su gratitud, y en su honor obsequiarle recuerdos y cantarle de corazón.

La madre debe ser una mujer de fe. A ella como a nuestra Madre Santísima se le puede hacer aquel elogio de Santa Isabel: “¡Dichosa tú por haber creído!” (Lucas 1,45). La madre debe ser la educadora de la fe de sus hijos. Ser mujer de fe es cumplir y enseñar a cumplir los Mandamientos de Dios y los de la Iglesia. Ella y su marido son los responsables de la fe de su prole, de la alimentación, de la salud e instrucción.

La madre llora muchas veces, y sus lágrimas son para bendición y salvación de sus hijos. Así lo prueba Santa Mónica, madre de San Agustín, obispo de Hipona, quien, en su libro de las Confesiones, narra como sigue: “Mientras tanto, ella, viuda casta y piadosa como a ti te agrada, vivía ya en una alegre esperanza en medio del llanto y los gemidos con que a toda hora te regaba por mí. Sus plegarias llegaban a tu presencia, pero tú me dejabas todavía volverme y revolverme en la oscuridad”.

“Le diste respuesta por el ministerio de un sacerdote tuyo, de un obispo ejercitado en tus libros. Le rogó pues mi madre que se dignara recibirme y hablara conmigo para refutar mis errores, desprenderme de ellos y enseñarme la verdad, ya que él solía hacer esto con personas que le parecían bien dispuestas. Pero él no quiso. Dijo que yo era todavía demasiado indócil, hinchado como estaba por el entusiasmo de mi reciente adhesión a la secta... Le aconsejó: Déjalo en paz, solamente ruega a Dios por él. Él mismo con sus lecturas acabará por descubrir su error y la mucha malicia que hay en él”. “Y como ella no quería aceptar sino que con insistencia y abundantes lágrimas le rogaba que me recibiera y hablara conmigo, el obispo, un tanto fastidiado, le dijo: “Déjame ya, y que Dios te asista. No es posible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”.

Fr. Justo Pérez de Urbel escribió: “El amor de una madre no se detiene ante las humillaciones”. La siguiente mujer lo confirma: “Una mujer cananea, que llegaba de ese territorio (Tiro y Sidón) empezó a gritar: ‘Señor, hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija está atormentada por un demonio’. Pero Jesús no le contestó ni una palabra”. Ante la insistencia de los discípulos para que la atienda, Jesús dijo:

“No he sido enviado sino a las ovejas perdidas del pueblo de Israel”. Pero la mujer se acercó a Jesús y, puesta de rodillas, le decía: “¡Señor, ayúdame!”. Jesús le dijo: “No se debe echar a los perros el pan de los hijos”. La mujer contestó: “Es verdad, Señor, pero también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Entonces Jesús  le dijo: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla tu deseo”.
Y en aquel momento quedó sana su hija (Mt. 15, 21-28). ¡Felicitaciones, madres amorosas!