Sus gruesas manos no agarran armas, ni toletes. Lo único que tiene puesto son una camisa blanca y sus desteñidos pantalones jeans  que son su uniforme.

Al ver a Hugo Landázuri Galán recorrer los callejones del cerro Santa Ana de Guayaquil nadie infiere que tiene la misma responsabilidad que los guardias uniformados que custodian el paso de los que suben las escalinatas que llevan hasta la cima.

Cielos estrellados o nublados, y  atardeceres que dan paso a una vista luminosa del centro de la urbe lo acompañan desde hace tres años cuando empezó a trabajar como guardián en el restaurant Arthur s, uno de los 75 locales que se instalaron cuando la renovación urbana llegó a este sector.  

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En su memoria guarda recuerdos de aquellos frondosos arbustos de cuyas ramas colgaban “carnudas cirguelas”, como dice él. Era el paisaje del cerro hace varias décadas.  “También estaba el río (Guayas) al que íbamos todas las tardes con mis amigos”, afirma con una sonrisa que forma pliegues en su rostro.

El saludo: “¿cómo le va capitán?” de uno de sus vecinos, lo desconecta de  aquellos recuerdos.  “Aquí trabajando”, le responde Hugo.

“Ese (capitán) es mi apodo, me llaman así porque me encanta el fútbol”, comenta.

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Una mala caída jugando índor al pie del cerro en una soleada tarde de verano, hace 30 años, lo marcó para siempre. “No me cuidé, me hice sobar y me quedé cojo. La  adicción al índor me costó caro”, dice.

Desde enero pasado, entre las cuatro de la tarde y la media noche, se ubica en un rincón alumbrado por un faro que cuelga de la pared y se sienta en una silla de madera.

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Pese a que tiene 54 años, la alegría de jugar aún no se esfuma de sus ojos que se encienden cuando relata que una de sus aficiones actuales es capturar insectos. Con él tiene una botella de plástico en cuyo interior hay dos alacranes, contemplarlos son una distracción en sus guardias.