A ver si adivinan por qué no creo en el Plan Colombia.

No es por motivos ideológicos, ni porque me importen demasiado los derechos humanos de los terroristas, sino porque no veo que el Plan Colombia esté alcanzando su objetivo de derrotar la violencia. Al revés, lo único que ha conseguido hasta ahora, con absoluta seguridad, es dispersar el virus del gansterismo a nuestro país.

Y no se confundan, no creo que el contagio de la violencia nos llegue solo –como a veces se cree– de la mano de algunos malos colombianos. Ese es, hasta cierto punto, un problema menor. Las enfermedades sociales se transmiten sobre todo por métodos difusos e indirectos: por ejemplo, cuando las mafias de un país comienzan a imitar los métodos de sus vecinas.

Cuando eso ocurre, la violencia se vuelve mucho más difícil de erradicar. Porque ha echado raíces. Se ha hecho carne de nuestra carne.

Antes, en nuestro país, para asustar a un periodista se le gritaba delante de sus colegas. Era feo, pero de allí no pasaba. Ahora le disparan. Al Presidente de Telesistema le echaron nueve tiros, y su pobre chofer pagó las consecuencias.

Una mañana de hace algunas semanas, un grupo de policías ingresó a la farmacia Fybeca en la Alborada.

Media hora después, dos personas absolutamente inocentes y varios delincuentes yacían muertos en el piso.

Cuando la prensa informó de la sangrienta noticia, se la quiso justificar con el argumento de que así es la lucha contra el crimen: a veces mueren inocentes, pero el fin justifica los medios.

Por supuesto, esa era una posibilidad, y si los hechos la hubiesen corroborado no hubiésemos tenido otra alternativa que resignarnos.

Pero casi enseguida aparecieron indicios que apuntaban en otra dirección. Resultó que en el operativo de Fybeca participaron personas que no tenían credencial de policía, y que sin embargo, estaban fuertemente armadas. Resultó, también, que esos enigmáticos individuos habían hecho desaparecer a un par de testigos importantes.

Con posterioridad han ocurrido cosas más graves aún: los periodistas y las periodistas que informaron de estos acontecimientos están recibiendo amenazas.

Sus familiares (incluyendo algunos niños pequeños) están asustados por los improperios que les gritan a veces en persona y a veces por teléfono.

¿Pero cómo? ¿No eran angelitos inocentes todos los que aparecieron por la farmacia Fybeca? ¿No dizque actuaron todos en defensa de la seguridad ciudadana, y cualquier exceso se produjo de manera involuntaria?

¿Pero entonces, de dónde salen estos cobardes que intimidan a mujeres y a niños? Pues, yo se los digo: son gánster de menor cuantía, cuya mayor demostración de prepotencia consistía, hasta hace poco, en patear a los perros del barrio, pero que ahora imitan a sus vecinos, y disparan, matan y amenazan a quien les viene en gana.
(En Pacifictel se está actuando con el mismo descaro, pero ya no me queda espacio para contárselos con detalle: allí las mafias que nos roban con el truco del bypass ahora quieren poner a sus gánsters a cuidar el dinero. Desvergüenza es lo que más sobra en este mundo).

No son colombianos, ninguno de ellos. Son ecuatorianos que se han contagiado del virus del gansterismo y la violencia. La enfermedad se está convirtiendo en epidemia. El siguiente paso será la pandemia. Cuando eso ocurra, me entenderán por qué no quise creer en el Plan Colombia.