El gobierno colombiano finalmente resolvió tomar en serio su declarada ofensiva contra la narcoguerrilla. La semana pasada ha puesto en práctica un enorme operativo militar para comenzar a empujar a los insurgentes hacia el Sur hasta arrinconarlos. A un punto vendrá, obviamente, la respuesta de la guerrilla para luego definir su futuro –y el de toda Colombia– en una encarnizada guerra o en una rendición ordenada.

Por meses, si no por años, se venía reclamando de Colombia una decisión como esta. En nuestro país cada vez había más voces demandando al gobierno colombiano que adopte una posición firme en términos militares una vez que las salidas pacíficas se habían agotado. Para algunos la inacción de Colombia era interpretada, con poco sustento, por supuesto, como una forma muy hábil de llevar al Ecuador al escenario de la guerra.

No deja de sorprender por ello que estas voces sean ahora las que critiquen al gobierno colombiano por iniciar esta operación militar. Si antes veían con recelo la inacción de Colombia, ahora igual recelo exhiben frente a una decisión como la que se ha adoptado. Esta curiosa ambivalencia sirve simplemente para confirmar hasta qué grado el cálculo politiquero ha invadido a buena parte de nuestra dirigencia frente a lo que es probablemente el problema más serio que va a enfrentar el Ecuador en los próximos años.

Las operaciones militares que inicia Uribe no serán fáciles. Tampoco  hay que esperar que terminen rápido. Son apenas el comienzo de un comienzo. Este será un enfrentamiento largo, costoso y cruel como toda guerra. Pero al menos se sabrá hacia dónde va Bogotá (¿sabe alguien a dónde vamos nosotros?). Una vez que la guerrilla de ese país se ha pasado años tomándole el pelo al pueblo colombiano, a las Naciones Unidas, a los gobiernos europeos, a decenas de organizaciones no gubernamentales, a prestigiosos intelectuales y a políticos de todo tinte, diciéndoles que eran amantes de la paz, perseguidos políticos y luchadores de la justicia, mientras asesinaban a miles de campesinos, niños y mujeres, después de todo esto, parece que las cosas llegaron a un punto irreversible.

El conflicto tendrá serios efectos en el Ecuador, ciertamente; más de lo que hasta ahora se ha sentido. Y es que la geografía –solo ella– nos ha condenado a soportar las ondas expansivas que esta guerra va a generar. Pero no dependerá de la geografía sino de nuestra política –y solo de ella– el que dichas consecuencias sean lo menos graves posible.

Por ello es que resulta incomprensible cómo muchos de nuestros dirigentes ven al conflicto colombiano simplemente como una oportunidad para aparecer como valientes, patriotas, nacionalistas o antiyanquis.

Por años nuestra dirigencia ha preferido ignorar el fenómeno de la narcoguerrilla colombiana y sus implicaciones en nuestro país. Tan ocupada ha estado en destruir al Ecuador que poco interés le ha prestado a semejante problema.

Lamentablemente ahora parece que se apresta a jugar con el mismo como lo ha hecho con tantos otros asuntos de trascendencia.