Como se esperaba, el juez fijó fianza para los policías detenidos por el caso Fybeca. Se la esperaba porque al tratarse de un juez policial surgen inmediatamente las bien fundadas sospechas sobre el espíritu de cuerpo. También porque todo el proceso indagatorio y judicial ha estado viciado desde el inicio. Testimonios de testigos directos que no fueron tomados en cuenta, mentiras que fueron aceptadas como verdades, evidencias que se desecharon, resoluciones que cambiaron, muertos que aparecen como culpables, desaparecidos que son calificados de prófugos, en fin, todo un conjunto de episodios dirigidos a producir la mayor confusión posible. Todo ello no ha llevado sino a dejar en la impunidad un crimen cometido a plena luz del día y, de esa manera, a alimentar el sentimiento de desconfianza en instituciones fundamentales como son la Policía y la administración de justicia. Un proceso oscuro y contradictorio ha servido para ensuciar a quienes debieron ser los primeros interesados en la claridad. El costo de la libertad de los detenidos no se limita a la magra fianza que ya ha abonado cada uno de ellos. El verdadero costo lo está pagando la propia Policía con el deterioro de su credibilidad ante la ciudadanía.

Los hechos y la forma en que se los ha manejado han determinado que se rebasen largamente los límites de un caso aislado. El mal manejo del problema lo ha convertido en un episodio que sin duda quedará como un hito en la pérdida de confianza ciudadana en las instituciones y en las autoridades. Cuando la inseguridad se ha convertido en la primera preocupación de los habitantes de cualquier ciudad del país, por tanto cuando más necesario es contar con un cuerpo especializado que proteja al ciudadano y con un sistema de justicia que asegure el castigo, pero que a la vez garantice el debido proceso, quienes tienen esas responsabilidades han preferido caminar en la dirección contraria. Han hecho lo posible por demostrar, en primer lugar, que las situaciones conflictivas se escapan de las manos de quienes se supone están preparados para enfrentarlas; en segundo lugar, que los excesos y abusos pueden formar parte de los operativos siempre que el fin los justifique; y, en tercer lugar, que todo se puede arreglar en cortes donde el fuero se transforma en sinónimo de privilegio y complicidad.

El episodio y su desenlace resultan aún más preocupantes cuando se los considera en el contexto de una creciente opinión adversa a la vigencia y protección de los derechos humanos. Confundiendo el sesgo evidente de algunas entidades conformadas para esos fines con la esencia de esos derechos, buena parte de la opinión pública ha asumido una actitud que, en caso de tomar más fuerza, tendrá repercusiones muy graves en la convivencia social. El apoyo al método expeditivo de aniquilar en el acto a quienes aparezcan como sospechosos nos pone a las puertas de situaciones de violencia que pronto saldrán de control. Las tres Dolores están ahí para decirnos lo que puede pasar con cualquiera de nosotros.