Lo más triste sucede cuando la gente, apegada a la letra, no al espíritu, adopta el puritanismo, virtud fermentada, pasa por alto lo esencial de aquel suplicio al que fue sometido Jesús. Un caballero se rasga la vestidura, se siente ofendido por ciertas imágenes de Martín Scorcese donde Cristo aparece de espaldas, desnudo, recibiendo el castigo de la flagelación. Sabemos con certeza que los romanos no azotaban a sus víctimas dejándoles ropa puesta. Cristo fue crucificado desnudo, pues era parte de la ignominia, del desprecio hacia el mártir. Las imágenes de María Magdalena curando las llagas de Jesús conllevan una ternura que conmueve a cualquier ser humano normalmente constituido, pero indignan a los fariseos, sepulcros blanqueados. En México, La última tentación de Cristo se proyecta actualmente en más de treinta salas, mientras el filme de Gibson se halla en la cartelera de unas cincuenta. Lo mismo sucede en grandes capitales. Se descubre que el amor va más allá de una mera representación cinematográfica.

Insisto en la agonía real de quien no solamente soportó sufrimientos físicos inimaginables, sino la inconcebible angustia de cargar con la violencia de los hombres, pecados, errores, crímenes, explotación, miseria. Muchos cristos anónimos padecieron torturas físicas iguales o superiores a las que conoció Jesús, pero ninguno hubiera podido asumir la parte de la redención. A lo mejor, Getsemaní fue más terrible que el mismo vía crucis. Los evangelios hablan de un sudor de sangre, símbolo de la más atroz ansiedad. Como agnóstico, solo me interesa que los humanos sean tolerantes, no se queden en tal o cual versión mitológica o visual de un episodio doloroso difícil de reconstituir con fidelidad. Los criminales que se entregaron a la justicia después de ver el filme, los espectadores que sintieron el deseo de cambiar su propio modo de vivir están recorriendo el camino acertado. Quienes se escandalizan por detalles de forma pasan al lado de lo esencial. Hubo un nazareno que vivió hasta las últimas consecuencias la entrega que solo permite un amor sublimado. Zefirelli, Gibson, Scorcese, Pasolini, abrieron caminos que nos cambiaron de las pasiones edulcorantes rodadas en México, Hollywood.

Nuestro siglo de violencia necesita de una luz, de un apóstol del amor, un símbolo que pueda reunir a todos los seres de buena voluntad: cristianos, judíos, musulmanes, budistas, evangelistas, testigos de Jehová, mormones, libres pensadores. Que yo sepa, nadie emitió jamás preceptos tan positivos como los de aquel hombre llamado Jesús de Nazaret. Como hoja de ruta, como meta, más allá de los mandamientos, está la necesidad de dar de comer al hambriento, de beber al sediento, reconfortar a los enfermos, visitar a los presos, amarnos los unos a los otros, admirar las virtudes de nuestros peores enemigos (este último precepto requiere una inteligencia superior); en resumidas cuentas: amor, compasión y perdón. Helen Hayes escribió:  “La historia del amor no es importante. Lo esencial es que tengamos la capacidad de amar. Quizás sea la única mirada que podamos echarle a la eternidad”.