Propiamente hablando no hay ninguna criatura muda, ninguna que no diga descaradamente “Dios me ha hecho”, ninguna que no cante la grandeza del Señor. Todo lo que está existiendo, sobre todo por el hecho de “estar siendo”, está continuamente hablando de su autor. Por lo tanto lo que nos rodea, desde el gusano más torpe hasta el astro más brillante, es en cierto modo una revelación de Dios, un  medio del que Dios se sirve para hablarnos.

Cuentan de un señor, al que tenían por orate, que salía a su jardín de vez en cuando y daba bastonazos a las flores. Y cuentan que un buen día, al pedirle que explicara su comportamiento, se limitó a decir: “No puedo soportar sus gritos”. Y cuentan que su rabia se debía a su ateísmo. Se trata, claro está, de un cuento. Y más concretamente de una historia para niños. Pero se trata de una historia llena de verdad: si se escucha a la naturaleza, se escucha de algún modo a Dios.

Mas para percibir la voz de Dios en la naturaleza es preciso detenerse a contemplar. Si vamos manejando a ciento veinte  –en la vida o en el carretero– nos perdemos casi toda la belleza del paisaje. En cambio muchas veces –en la vida o en el carretero– nada más soltar un poco el acelerador, comenzamos a maravillarnos del paisaje.

Publicidad

Sin embargo, desacelerar no es suficiente. Para oír la voz de Dios, es preciso hacer callar la voz del egoísmo. De otro modo las cosas, aunque pueden serenar en un primer momento, a la larga nos enervan. Parece que apaciguan nuestra sed de amor y de verdad, pero en el fondo las cosas, para quien las deforma con la lente de su yo enfermizo, le aumentan la aceleración. Porque más que levantar el pie del acelerador, lo que hace el egoísta es apretar el freno con el otro pie. Y por eso en cuanto deje de frenar de esa manera absurda, se pondrá de nuevo a ciento veinte.

Para escuchar a Dios se necesita, pues, hacer que calle el egoísmo. Mas como al egoísta solo puede “desegoistizarle” Dios, lo primero de todo, para quien quiere oír a Dios en la naturaleza, es pedir humildemente ayuda. Sin humildad es imposible oír a Dios en lo creado.

Si esto vale para lo que Dios nos dice de manera natural, con más razón ha de aplicarse a su Palabra. Solo los humildes y los generosos, como usted y yo sabemos, pueden escuchar la voz de Dios en la meditación del evangelio.

Publicidad

Por eso la Palabra del Señor, en la misa de hoy domingo, nos advierte claramente: “Mis ovejas escuchan mi voz” (Cfr. Juan 10,27-30). Lo cual podemos traducir así: “Me escuchan los que no se escuchan a sí mismos”.