El cuartel de los bomberos, ubicado en las calles Los Ríos y García Goyena, lleva su nombre.

Camina despacio, pero conserva la postura firme de los guerreros del fuego. A sus 83 años, el ex primer jefe del Benemérito Cuerpo de Bomberos de Guayaquil de 1966, coronel (r) Mario Vernaza Requena, dice que su mayor enemigo son las llamas.

A ellas las combatió desde 1937 cuando ingresó a la institución valiéndose de una mentira ‘blanca’. Cuenta que le dijo a las autoridades del Cuerpo de Bomberos que tenía 16 años en lugar de 15, ya que no estaba permitido en ese tiempo aceptar a menores de edad.

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Mientras recuerda su etapa juvenil se quita los anteojos, los limpia y se los vuelve a colocar. Ya no goza de una excelente visión debido a una enfermedad en la retina. Sin embargo, las huellas de los incendios y de los distintos accidentes del oficio están marcadas en su cuerpo y en su mente.

Una línea larga en su frente –que bien podría confundirse con una arruga– es el resultado de una cirugía que le practicaron el 27 de febrero de 1967 cuando sufrió un accidente mientras se dirigía a un incendio en lo que hoy es el centro comercial Albán Borja.

Rememora con angustia que el carro tanquero en el que se transportaba chocó con un jeep del Ejército, en la esquina de las calles Nueve de octubre y Los Ríos. “Salí volando del móvil. Me estrellé con una caseta de teléfono automático”, explica. Entonces, muestra enseguida otras cicatrices: en su tobillo y su nariz. Asegura que la dentadura es postiza porque no le quedó ninguna de sus muelas.

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Para él, eso no importa. Cuando decidió ser bombero, Vernaza sabía que su vida corría peligro: “Uno se olvida de sí y de su familia. El enemigo es la llama, a la que hay que destruir y combatir. Uno les dice a los otros, ¡Carajo, vamos adentro!”, relata.

En el instante de esta tragedia, a la que califica como una guerra, no hay bombero que se resista a meterse en medio del fuego y apagar las llamas.

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A Mario Vernaza se le encienden los ojos como a un niño cuando rememora aquellos tiempos. No puede olvidar el sonido de la corneta que anunciaba que el fuego había sido eliminado.

Aún evoca a las personas que batallaron junto con él y sus compañeros en el incendio ocurrido el 29 de julio de 1966, a las 09h45, en el antiguo hotel Ritz (Nueve de Octubre y García Avilés).

La gente se lanzaba desde los balcones del primero y cuarto piso –agrega– y caían en colchones. No hubo muertos, solo se destruyeron los inmuebles.

Sus ojos dejan de brillar y se enrojecen un poco cuando habla de sus amistades. Él vio cómo murió electrocutado su amigo Consuegra, de la compañía Rocafuerte y con quien participó en apagar  el incendio ocasionado por el choque del avión El Diablo Rojo, en 1938.

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Gabriel Gómez Sánchez, quien falleció hace años, fue otro de sus amigos más queridos. “Yo lo llevé a la institución a pesar de que la mamá no quería. Luego me enteré de su muerte cuando estaba de viaje y me dije: El Cuerpo de Bomberos está de luto y yo he perdido un amigo”.

Este hombre, que dedicó 33 años de su vida a servir a la comunidad apagando siniestros, tiene cuatro hijos, trece nietos y tres bisnietos.

Ahora le gusta descansar en una hamaca que está dentro de su dormitorio, lee, ve televisión y visita su cuarto de bomberos donde guarda todas las condecoraciones y las medallas recibidas por su labor.