Existe una gran variedad de servicios humanos, apostolados, obras sociales, proyectos comunitarios, en el país y en el mundo, gracias a la entrega y empuje de personas inspiradas por una causa clara y concreta.

Un servicio en especial me conmueve: el de aquellas personas e instituciones dedicadas a aliviar la enfermedad, las discapacidades o la vejez y que lidian con la muerte misma ayudando a ser más llevadero el momento final o desafiándola, particularmente, cuando se trata de salvar a niños o jóvenes.

Se necesita mucha capacidad de lucha, entereza y voluntad firme para este tipo de servicio cuyo compañero diario es el dolor y sufrimiento no solo de los pacientes, sino de sus familiares más cercanos.

La joven fundación Esperanza de Vida, que ayuda a niños con cáncer, ha surgido con el empuje de doña María Castro de León, quien luego de superar una experiencia en su familia se ha entregado abnegadamente a utilizar sus contactos en el extranjero a fin de lograr que los pequeños reciban tratamientos que no existen en el país.

El afecto que ella despliega en cada caso es admirable. Su alegría genuina, cuando logra que uno de ellos viaje y sea tratado, cuando regresa con un pronóstico favorable, cuando se reintegra a sus actividades escolares, la comparte con quienes la han apoyado, aunque sea con oraciones como hago yo.

Esta labor abnegada la liga a sus pequeños para siempre, en el gozo de la vida que se prolonga o en el dolor de la muerte que vence. Su tristeza es igual de auténtica cuando narra la amargura de un papá o mamá que han luchado por su hijo y no pudieron ganarle a la enfermedad. Ella y sus compañeros en la acción son unos ángeles muy especiales con la sonrisa lista para dar amor y ánimo en el momento adecuado y con las lágrimas a punto cuando ya no es necesario hablar.

Lo mismo puede afirmarse de otras personas en fundaciones similares que gracias a la generosidad de los guayaquileños existen y sostienen hogares como la Casa del Hombre Doliente y el Albergue de Enfermos Incurables, los cuales progresan por el esfuerzo y sacrificio de quienes han asumido este servicio como una misión fundamental, sin otro interés personal que el de hacer el bien.

Entre tantas decepciones y amarguras que se suman a la crisis económica, de violencia y de valores por las que atraviesa nuestro país, soplan estos vientos de esperanza que refrescan el espíritu y nos animan a renovar nuestra fe en la humanidad, a creer que sí existen personas honestas, buenas, desprendidas capaces de amar sin medida y además audaces.

Sin duda, otro sería el Ecuador si tuviéramos más líderes así.

¿No se merece nuestro sufrido país la entrega desinteresada de más ciudadanos para encontrar mejores estrategias para solucionar los problemas?

¿No es ya el momento de decir basta al egoísmo que, con frecuencia, nos ha hecho retroceder en vez de siempre avanzar?

¿Falta más amor para sacar a nuestro país del dolor?