Una buena parte de la gobernabilidad se logra a través del papel impreso, es decir de lo que dice la Constitución, la Ley Suprema del Estado, pero otra parte, la más importante, se obtiene por lo que dicen y hacen las personas que son sujetos activos de la política.

La ingobernabilidad crónica que vive el Ecuador desde hace ocho años –y que, con ciertos intervalos históricos, ha sido su constante a lo largo de toda su vida republicana– no se va a solucionar simplemente con el cambio en el diseño constitucional del régimen, al pasar de uno presidencial a otro que sea algo así como un semiparlamentarismo a la ecuatoriana, sino cuando las personas involucradas en la administración del país y en la oposición democrática cambien de actitud.

En el caso del régimen, otra sería la situación actual si el coronel Gutiérrez tuviera experiencia en la vida pública y capacitación en las tareas de gobernar; si tuviera un amplio equipo de personas comprometidas sinceramente con su plan de gobierno (que por cierto no existe) y que compartieran un proyecto político común. Por el contrario, lo que destaca es la improvisación y la presencia de individuos que no están conectados con las raíces del gobierno, unas raíces que tampoco se las identifica aunque se escarbe profundo. ¿De qué serviría entonces un sistema de gobierno diferente?

¿Cuántos gabinetes, con el Jefe de Gobierno incluido, hubieran sido defenestrados en el año escaso en que el coronel Gutiérrez ha actuado como Jefe de Estado si hubiéramos tenido un régimen parlamentario? ¿Esos cambios hubieran dado mayor estabilidad política al país?

Por supuesto que no. Si queremos ensayar una nueva reforma política, esta debe incluir, además de la elección de diputados en la segunda vuelta presidencial, una nueva forma de calificación, escogimiento y designación de los miembros del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo Electoral, así como la obligación jurídica de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia de responder por sus actos ante algún organismo del Estado. Todo con independencia del Parlamento.

Es posible lograr, a través de una reforma constitucional –con la cual el Congreso Nacional debe estar de acuerdo para que pueda producirse– que este organismo deje de ser un grupo de personas omnipotentes que puedan hacer y decir lo que quieran, y que, por el contrario, hagan uso cuidadoso y responsable de sus facultades de control sin alarmas interesadas e inadecuadas que causen daño al país.

En nuestro sistema, el Consejo de Ministros es prácticamente inexistente porque en esas reuniones no se resuelve nada, primero porque no se toma votación, y segundo porque aunque se tomara, ningún ministro va a oponerse –ante los demás– a lo que el Presidente considere procedente y adecuado.

El Ecuador es hoy un laboratorio político. Las mezclas químicas del pasado ¿generarán nuevos productos o serán los mismos de ayer aunque se hayan sustituido algunos ingredientes?

Talvez lo que debería hacer al Presidente de la República en crisis como la presente es elegir un gabinete representativo de la pluralidad de las fuerzas parlamentarias, siempre que los respectivos ministros gocen de autonomía administrativa y presupuestaria para cumplir con sus planes y proyectos.

Mientras tanto, el Ecuador sigue parado, detenido, por falta de confianza internacional. ¿Quién invierte o amplía sus negocios? Como dicen los muchachos, o decían cuando yo era joven: ¡lo demás es cuento!