El día 1 fue un gran día para George W. Bush. Fue el día en que sobre la cubierta de un portaaviones declaró el cese de hostilidades en Iraq una vez que las fuerzas de Hussein habían emprendido la retirada de Bagdad. Fue el día en que se podría decir que Washington ganó la guerra. Siempre se supo que ganar la guerra, al menos esa guerra, no iba a ser difícil para los Estados Unidos. Pero lo que también siempre se dijo, pero que Washington nunca quiso escuchar, fue que el verdadero desafío iba a comenzar al día siguiente de haber ganado la guerra, el día 2.

Y, en efecto, el Iraq que Estados Unidos está descubriendo es un Iraq mucho más complejo de lo que se imaginaron los halcones de Washington. No deja de tener cierta pizca de paradoja el que, por una parte, los Estados Unidos insistan en su misión de liderar –otros dirían “dominar”– el mundo por la ruta del bienestar y paz, y por la otra, el poco conocimiento que sus líderes muchas veces demuestran tener de ese mundo.

No creemos que Iraq se convertirá en un nuevo Vietnam. Para comenzar no hay vietcongs en Iraq: una fuerza interna cohesionada ideológicamente bajo la bandera del nacionalismo. Lo que hay son etnias, grupos de poder y élites de extremistas religiosos, cada uno empujando un proyecto diferente. Cada uno con un pasado de opresión y con una esperanza de reconocimiento. A todos de alguna manera les estorba la presencia de Estados Unidos.

Los chiitas, por ejemplo, sienten que los kurdos han ganado demasiado con la nueva Constitución. Los clérigos musulmanes temen que el compromiso de modernizar Iraq significará que su espacio de poder seguirá reducido. Los sunies, por su lado, presienten que sus privilegios se esfumarán.  Y así por el estilo.

No, la reconstrucción de Iraq no es la reconstrucción de Europa luego de la Segunda Guerra Mundial. En Europa las fuerzas norteamericanas pudieron retirarse rápidamente, pues, el proceso de reconstrucción –con la ayuda económica de Estados Unidos, por supuesto– pasó fácilmente a manos de los dirigentes políticos nacionales. En Iraq no hay, ni habrá, los De Gaulles o Adenauers.

Pero Bush tiene otro día 2 que librar, no en Iraq sino en Washington. Y tampoco le está yendo bien. Varios libros que se han publicado recientemente han revelado hechos hasta ahora ocultos sobre los entretelones de la guerra. Todos coinciden en el peso que tuvo el celo ideológico y el cálculo político en la decisión de ir a la guerra, en desmedro de las evidencias y de los riesgos. 

Ahora ha sido el turno de Bob Woodward con su libro Plan of Attack (Plan de Ataque). En él se ve cómo Bush desde su primer día en la Casa Blanca tenía a Iraq como su prioridad, no obstante que el peligro venía gestándose en otros lugares.

En más de una ocasión fue advertido del enorme costo que significaría la reconstrucción de Iraq. Una advertencia que evidentemente de nada sirvió.