Mediante comunicado público, las Fuerzas Armadas han certificado la debilidad del Gobierno. De paso, al poner énfasis en su férrea unidad han sembrado dudas y han cosechado incredulidades. Que apoyan el mantenimiento de la institucionalidad han dicho quienes por definición profesional y por disposición constitucional están obligados a respetarla antes que a apoyarla o a sostenerla. Por consiguiente, a menos que algún motivo real ponga en cuestión ese respeto, no es necesario destacarlo como algo extraordinario, ni debe ser reiterado a cada momento. En el comunicado, como en radiografía, se leen los males que aquejan al Gobierno y la posibilidad de contagio hacia las Fuerzas Armadas. Lo demás es letra muerta.

Es difícil saber cuál de los dos problemas es más grave, si la debilidad de un Gobierno que debe buscar desesperadamente el respaldo de los hombres de armas o los temores de estos por su propia unidad que, según rumores, estuvo amenazada por la actitud de algún cuerpo de élite. Para agravar las cosas, por obra y desgracia de quienes encabezan el un lado y el otro, ambos ahora forman un mismo y único problema, que no es otro que la cruda realidad de un Gobierno que crecientemente da la razón a quienes advirtieron que encontraría su último soporte real en los cuarteles. Se podrá decir, como contrapartida, que en los mismos días recuperó aunque sea parcialmente el apoyo socialcristiano, pero ya se ha hablado mucho del trapiche y del abrazo de la boa como para volver sobre ellos. Para nadie es un misterio el costo de esa posición del mayor partido nacional, que más que apoyo es apenas la concesión de un permiso temporal para actuar, que, como puede certificar la tambaleante cabeza de Renán Borbúa, termina en cuanto se rebasan imperceptibles milímetros del límite.

Lo más serio de esto no fue el entrelazamiento de la (mala) suerte del Gobierno con las Fuerzas Armadas, que se veía como inevitable desde que un ex uniformado triunfó en las elecciones y sobre todo desde que militares en servicio activo comenzaron a ocupar puestos políticos. La gravedad del asunto se encuentra en la solución propuesta por el Gobierno para enfrentar la insatisfacción castrense. Como corresponde a la política clientelar ecuatoriana, el remedio fue en contante aunque por el momento no en sonante. Aumento de sueldos y entrega de bonos a cambio de apoyo o de un poco de tranquilidad, como siempre se lo ha hecho con grupos organizados, con la diferencia de que en este caso los integrantes del grupo llevan uniforme, portan armas y se dice que están fuera de la política.

Al parecer se ha inaugurado el clientelismo castrense de la época moderna, que pretende reproducir en democracia las prácticas del caudillista siglo XIX. Sin embargo, y a pesar de que aparece como una relación de mutua conveniencia, es en realidad de inconveniencia para ambos. El uno pierde sustento en los mecanismos democráticos, las otras entran de lleno en el cenagoso terreno de la política.