Es persona tan insegura y acomplejada que en modo alguno se contenta con imponer su condenada voluntad sin que se le rechiste, sino que precisa además de aquiescencia y ovaciones.

Me temo que casi todos hemos conocido en la vida a algún émulo del Caballero Negro. Por suerte no a muchos, eso sería imposible, y además, para estar seguros de que alguien pertenece a esa especie, hay que verlo derrotado, y eso no siempre sucede o bien la espera es tan larga que antes de comprobarlo puede habernos destruido, sin tiempo ni para hacerle frente.

El Caballero Negro es una clase de individuo que, cuando tiene poder, lo ejerce sin contemplaciones ni escrúpulos. Eso se da en personas, desde un presidente de Gobierno hasta un modesto empresario con unos pocos empleados. También podemos asistir a ello en relaciones sin jerarquía aparente, de amistad o amor.

En ellas basta a veces con que una de las partes sea exigente, arbitraria y sin conocimiento de la mala conciencia, para que el abuso sea continuo hacia la otra parte consentidora, paciente, mansa y sin duda pacífica.

Pero el Caballero Negro no se limita a eso, digamos a llevar la voz cantante y dictar las reglas de la relación, sea laboral o de otra índole. Hay muchos que tratan a sus semejantes como a vasallos; sujetos con la extraña habilidad de hacer sentir a los demás en deuda –las más de las veces ficticia– y de fingir con éxito que ellos no tienen nunca ninguna con nadie. Los favores que se les dispensan jamás los ven como tales, sino como “qué menos”, algo que les es debido, y aun se queda corto quien se los hace, ellos merecen más de todo, de alabanza, de admiración, de agradecimiento, de obsequiosidad, de obediencia.

Yo he conocido a unos cuantos así, pero solo a dos del tipo Caballero Negro, y ahora sin duda a un tercero al que he visto por televisión tan solo. Pero tanto.

A todo lo mencionado, el Caballero Negro añade esto: no le basta con que nadie se oponga ni obstaculice sus decisiones y movimientos (porque nadie se atreve), con tener las manos libres y salirse con la suya siempre –huelga decir que impunemente–, con que los discrepantes callen o se conformen con criticarlo desde la impotencia y el chasco; necesita que se le dé la razón y aun se lo aplauda.

Es persona tan insegura y acomplejada que en modo alguno se contenta con imponer su condenada voluntad sin que se le rechiste, sino que precisa además de aquiescencia y ovaciones. Es alguien que tira de la cuerda siempre, más y más, en la creencia de que nunca va a romperse, de que se le tolerará y aguantará todo desmán, con asentimiento y gratitud, como si sus subordinados –reales o figurados– hubieran de considerar privilegio que se digne pisotearlos.

Si el Caballero Negro agravia, no es ya que jamás pueda esperarse de él una reparación ni una disculpa, sino que él se las exigirá al agraviado por habérsele ocurrido a este sentirse agraviado. La prueba de fuego de que se encuentra uno ante uno de ellos es su reacción en la derrota, y aun en el revés. Porque ahí se comportan indefectiblemente como el personaje patético-cómico de los Monty Phyton que da título a esta pieza.

En su película Los caballeros de la mesa cuadrada, el Rey Arturo se lo topa en el camino. Le pide paso, y el Caballero Negro se lo niega porque él no se aparta por nadie. Inician, pues, un combate, y Arturo le corta un brazo, dándolo así por concluido. Pero el Caballero Negro responde: “Es solo un rasguño”.

“Pero os falta un brazo”, arguye Arturo. “De eso nada”, niega aquel, y prosigue con el que le queda, que es asimismo amputado. El Caballero empieza a patearlo y lo provoca: “Qué, ¿ya tenéis bastante?”.

“Estáis loco, no tenéis brazos”. “Claro que los tengo”, sigue negando el de negro. El Rey le corta una pierna, pero el otro insiste: “Soy invencible”. Vuela la segunda pierna y Arturo se aleja, mientras el tronco del Caballero le grita desde el suelo: “Lo dejaremos en tablas. Veo que huís ya, gusano”.

Esos Caballeros Negros de la vida real están tan imbuidos de su grandeza y su prevalencia que no dejarán de proclamarlas aun convertidos en despojos. Si fracasan, lo achacarán a cualquier conspiración o elemento, culparán al planeta entero y negarán su propio fallo. Si se ven abandonados y aislados, lo último que se les ocurrirá es preguntarse si con sus actos se lo han buscado; se refugiarán en sus fieles y hablarán del injusto orbe. Si se los desaloja, nunca se pararán a pensar en enmendar errores y en el camino para ser readmitidos, sino que decidirán que son ellos quienes han expulsado al resto: su guarida será el Mundo, y el Mundo será la intemperie. Son gente imposible.

Da verdadero pánico retrospectivo comprobar que se ha estado en manos de un Caballero Negro, quizá durante mucho tiempo. El único alivio es saber que una vez caídos nunca vuelven. Porque ni siquiera se reconocen caídos, sino que se quedan profiriendo amenazas y maldiciones, convertidos en muñones, sin verse.

© EL PAIS/Javier Marías
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