Tenía 19 años cuando Modesto Correa Campoverde decidió radicarse definitivamente en Guayaquil. De su natal Macará (Loja) emprendió un viaje de cuatro días, a lomo de mula, hasta Santa Rosa (El Oro).

De ahí cogió un motovelero que lo llevaría a Guayaquil, aunque en el trayecto hubo un percance: la embarcación se dañó y estuvieron cuatro días en el mar hasta que los vio la tripulación de la motonave Olmedo. Ellos los remolcaron hasta el puerto y llegaron sin novedad.

Correa recuerda esta anécdota del viaje. “Si no hubiera sobrevivido, no estaría contando este hecho”, dice entre risas.

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A sus 97 años (cumplirá 98 el próximo 24 de abril), se acuerda, con lucidez mental, la forma en que llegó a Guayaquil, allá por los años 20, a la que recuerda como algo pequeña, con pocos habitantes y llena de esteros y manglares.

Atrás había quedado una vida dedicada al campo, a la agricultura, aquella actividad aprendida de sus padres, Modesto Correa Santur y Carmela Campoverde. Quiso probar suerte en Guayaquil y por eso arriesgó, aunque aquello casi le cuesta la vida.

Correa recuerda que primero se dedicó a la venta de telas. Luego, con el dinero que le generaba aquello, se dedicó a importar mercadería para comercializarla en el país. Aquello fue después de que terminó la Segunda Guerra Mundial (1945).

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Los objetos que importaba eran cristalería, ropa y utensilios del hogar. “Traje unas correas para mujeres que eran una novedad para la época; vendí todo”, refiere.

El negocio prosperó. Con lo que ganaba adquiría terrenos que luego los vendía: así fue dueño de una que estaba en el km 7 de la vía a Daule y otra en el km 19 de la vía a la costa.

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Como empresario fue miembro de la Cámara de Comercio de Guayaquil. Incluso, llegó a integrar el directorio de la misma.

Correa recuerda que en el Malecón embarcaba los productos que iban a otras ciudades costeras. Dice no haber tenido problemas con sus empleados y sostiene que nunca tuvo algún juicio o se lo culpó de haber estafado al fisco.

“Siempre fui honesto, no tuve reclamos”, enfatiza.

Recuerda a su esposa Amada San Andrés, con quien estuvo casado durante 66 años. “La unión terminó con su muerte”, dice. Aquella fecha trágica fue en el 2000.

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Con ella procrearon cinco hijos: Carmita, Modesto, Pilar, José Alberto y Walter (ya fallecido). Tiene ocho nietos y cuatro bisnietos.

Siente a Guayaquil como suya. Añora a la ciudad de las carrozas, del tranvía, del romanticismo, pero asegura que le gusta como está ahora el puerto: “Nunca pensé en los túneles ni tampoco en los cambios que se iban a realizar en el Malecón; esto está moderno, muy nuevo”, dice.

Ahora, ya jubilado, pasa su tiempo en la casa que adquirió en Urdesa hace 40 años, cuando entonces en el sector había muchos manglares.

Lee los diarios. Gusta del programa de ‘Don Francisco’ y le encanta jugar con los pericos que tiene en la entrada de su vivienda. Pese a su avanzada edad, él recuerda datos de su vida, aunque a veces olvida algunos hechos. “Ya mi memoria falla”, bromea.

Modesto aspira llegar a cumplir los cien, para entonces “celebrarlos a lo grande”.