Infinidad de fieles se han degollado por la interpretación de una sola palabra teológica; los credos religiosos han causado innumerables matanzas, pero también las matemáticas han servido para que las armas sean inteligentes.

Un tabique liviano separa las dos aulas del Instituto: a la misma hora, en una de ellas se explica el misterio de la Santísima Trinidad y en la otra se da el teorema de Pitágoras.

Las voces de los profesores de religión y de matemáticas a veces se entrecruzan y, cuando ambos callan, entonces desde el patio llega el canto de los pájaros. En una de las pizarras está dibujado un triángulo equilátero con el ojo divino que todo lo ve. El misterio de la Trinidad consiste en que Dios son tres personas distintas con una sola sustancia y también lo contrario. Los alumnos repiten de memoria este enigma teológico sin que su cerebro estalle.

En la clase de matemáticas también se halla dibujada otra figura geométrica. El profesor la explica señalándola en la pizarra con el puntero: en el triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos.

Con el teorema de Pitágoras se han levantado ciudades en la tierra y se han medido las distancias estelares que nos permiten mandar nuestras naves a las esferas celestes; en cambio, después de miles de años, el ojo de Dios, enjaulado en el triángulo equilátero, sigue produciendo lágrimas de sangre hasta anegar el curso de la Historia.

Me pregunto qué habría pasado si, desde el principio, ese ojo de Jehová se hubiera instalado en el interior del triángulo rectángulo de Pitágoras. Tal vez el fanatismo que habría generado sería racional y matemático.

Al terminar las clases los dos profesores se largan por el pasillo, uno cargando con la fe y otro con la razón. Infinidad de fieles se han degollado por la interpretación de una sola palabra teológica; los credos religiosos han causado innumerables matanzas, pero también las matemáticas han servido para que las armas sean inteligentes y puedan exterminar con un rigor implacable a gente inocente y anónima.

El tabique que separa las aulas del Instituto no tiene apenas consistencia y durante estos días de primavera es percutido de un lado por los dogmas y de otro por los axiomas, por el paraíso terrenal y el álgebra, por el Espíritu Santo y la trigonometría, por la resurrección de la carne y la raíz cuadrada, por el cielo y las ecuaciones, por el infierno y los quebrados.

Ninguno de los dos profesores duda, pero si quedan callados, en medio de su silencio se oyen los chillidos de los pájaros que están furiosos de amor. Esos pájaros son también los de Bagdad que ahora se persiguen para amarse en las palmeras entre el fanatismo de la religión y el racionalismo de las armas, dos fuentes inagotables de sangre.

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