Consiguieron que su voz se escuchara. Y así pusieron a temblar a las autoridades. Lograron que –aunque fuera solo por un instante– se sacudieran de su indolencia para mostrar un rictus de preocupación y un no sé qué de angustia. Consiguieron que toda la sociedad fuera testigo de las condiciones en que viven y se enfrentara a esa realidad abyecta que parece sacada de una lámina de la Inquisición. Consiguieron que afloraran todas las promesas incumplidas, aquellas falaces, cínicas, con que las autoridades lograron en varias ocasiones anteriores calmar los ánimos y hacer que la credibilidad en la palabra oficial pospusiera la urgencia de las transformaciones.

Consiguieron que todos nos avergonzáramos ante el eufemismo de llamar centros de rehabilitación social a algo que no puede ser nombrado sino como mazmorra, donde yacen hacinados unos seres humanos que se alimentan de frustraciones, que agonizan en el desamparo, que duermen cobijados por el abandono, que no hallan para hacerse entender otro lenguaje que el de la violencia. Consiguieron que seamos testigos de que el encierro al que están sometidos para purgar una falta los convierte necesariamente en aprendices de otros delitos mayores o en maestros de sus propias argucias.

Consiguieron que aun aquellos que creen en el endurecimiento de las penas, se espeluznaran al ver a qué instancias de degradación puede llevar el acatamiento de la ley: mujeres que, junto a sus hijos, purgan su culpa y que  solo pueden aferrarse a sus instintos más primarios para lograr su supervivencia en un ámbito de feroz, de salvaje hostilidad y perpetuo hostigamiento. Consiguieron poner en evidencia algo que se sabía de oídas: que de allí nadie puede salir mejor de lo que entró y que el tiempo que toma cumplir una condena es un tiempo perdido. Un tiempo inútil, yermo. Un tiempo que les ata con pesados grilletes al pasado más oscuro y turbulento. Un tiempo umbrío, circular, siniestro.

Consiguieron que se abrieran las rejas que los tienen cautivos para que todos caminemos por esos pasadizos de paredes mugrientas y desconchadas que no conducen sino a la frustración, a la ira, a la desolación, al miedo, al desencanto.
Consiguieron, por fin, encarcelar a las autoridades en la trampa que ellas mismas fueron tejiendo y de la que no podrán escapar mientras continúen con el engaño de que ahora sí el Estado se va a ocupar de las prisiones. Todo eso consiguieron los presos durante esta semana de zozobra en que, desesperados, se atrincheraron en sus propios reductos para gritar la última palabra que les queda: ¡Basta!