El éxito mundial de este largometraje se debe a su sadismo. Esta vez la descripción minuciosa de la tortura ha llegado al fondo de la sordidez moderna, ante la cual los espectadores más sensibles se desmayan, pero otros se sienten atraídos por su ferocidad. Un cura rústico predicaba la pasión de Cristo a unos fieles muy ingenuos. Demorándose en cada pormenor de sangre, el cura describía la corona de espinas clavada en el cráneo del Redentor, los latigazos de plomo que los sayones le daban en la espalda desnuda, el escarnio de los salivazos en el rostro, las tres caídas en la calle de la amargura bajo el peso de la cruz, los clavos en el madero con los cartílagos astillados, la lanzada del centurión en el costado, los pulmones encharcados, la irremediable sed de la agonía con la lengua divina pegada al paladar.

El cura se relamía yendo de llaga en llaga sobre el cuerpo de Cristo, hasta que se dio cuenta de que todos sus feligreses  lloraban.

Asustado ante la aflicción que sus palabras habían causado, trató de remediarla y remató el sermón con gran desparpajo, diciendo:

“Bueno, tranquilos, esto es lo que me han contado, pero no lloréis, hijos míos, porque lo más probable es que todo sea mentira”.

Algo semejante debería exclamar ahora el cineasta Mel Gibson ante su película sobre la pasión de Cristo que acaba de llegar a las pantallas: “Que no cunda el pánico, chicos, porque la verdad es que la mayor parte del presupuesto lo he invertido en zumo de tomate”.

El éxito mundial de este largometraje se debe a su sadismo. Esta vez la descripción minuciosa de la tortura ha llegado al fondo de la sordidez moderna, ante la cual los espectadores más sensibles se desmayan, algunos no pueden soportar las imágenes y abandonan el cine, pero otros se sienten atraídos por su ferocidad y quedan clavados en la butaca sollozando. Son ya cuatro los muertos de infarto. No obstante, en este caso la sangre de Cristo no es sino el ketchup que se usa para las hamburguesas, solo que aquí no se ha dado ese salto cualitativo en que el exceso de crueldad provoca la risa.

En España, la tradición de su imaginería sagrada va desde la pastelería de los pasos de Semana Santa de Salzillo hasta esos Crucificados terribles con pelo natural, truculentos, cubiertos de heridas, todas mortales de necesidad, que duermen bajo el polvo cerrado de algunas iglesias de pueblo.

Personalmente prefiero esos Cristos de la Escuela Flamenca, los de Van der Weyden o de Memlinc, rubios con la barba recortada, de carnes levemente maceradas por el dolor, con pinta de hippies recién duchados, con las rodillas apenas llagadas, como si acabaran de caerse de la moto. Pero Mel Gibson nos ha vendido un Nazareno atropellado por un tren mercancías cargado de judíos y romanos.

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