La Pasión de Cristo no es ni se reduce a la película de Gibson, obra de arte cinematográfico que en opinión de Jorge Suárez, uno de los más calificados críticos y cronistas de cine en nuestro medio, “debería ser postulada (al Oscar) por fotografía, dirección, música, vestuario y efectos”. Ni tampoco a ninguna de las grandes obras de arte religioso de todos los tiempos, como la pictórica de Caravaggio, de cuyo emotivo naturalismo se tomó el ropaje para el vestuario de la referida película. Ni a la escultórica, como la del incomparable Miguel Ángel, cuya conmovedora Piedad, con Jesús muerto en el regazo de su Madre, se reproduce hasta nuestros días.

Esas obras, como tantas otras, de mayor o menor envergadura, en las que el arte y la fe se expresan con las alas y la luz que les son propias, no contienen de modo cabal la Pasión de Cristo, ni se limitan a los datos de las Sagradas Escrituras, aunque se inspiren en ellas. Son, a su modo, meditaciones sobre la Pasión, con los ingredientes y los matices personales que ponen los artistas, que si son realmente fieles de la única Iglesia que instituyó Cristo, no obstante el sello peculiar que imprimen a su obra, no desatienden, para no errar en lo de fondo, a la Tradición ni al Magisterio de la misma Iglesia. Entonces su meditación manifestada de forma escénica, plástica, musical o como sea, se vuelve herramienta apta para ayudar a la meditación de los demás.

Lo mismo podríamos decir de las obras literarias, numerosísimas, que se refieren a la Pasión. Tal en los capítulos correspondientes de las biografías de Jesús que se han escrito y se siguen escribiendo, como en la tan famosa y polémica y del converso Giovanni Papini, o en la más reciente y parca de Frank Sheed que vengo leyendo estos días. Ni tampoco la Pasión de Cristo es ni se puede encapsular en los relatos o los ejercicios piadosos que se centran en ella, incluyendo el mismísimo Vía Crucis. Y ni siquiera –me atrevo a decir– queda atrapada en el mero texto de los Evangelios y de los demás libros canónicos del Nuevo y del Antiguo Testamento, por más que de ellos parta y principalmente a ellos y a su recta interpretación deba atenerse la meditación personal de cada cual.

Es que la Pasión de Cristo es un hecho histórico y a la par trascendente, donde se conjugan lo divino y lo humano, venero inagotable para meditar todos los días y especialmente uno como hoy. Meditar sin olvidar que fuimos, somos, protagonistas de esa Pasión, porque Jesús “cargó con nuestros pecados”, como nos recuerda San Pedro en su primera Epístola. Unimismándonos con el Señor en su Pasión y en su Muerte, para participar de su Resurrección gloriosa, como nos enseña San Pablo, no obstante la imposibilidad de hacerlo con nuestras propias fuerzas, pero sabiendo que “todo lo puedo en Aquel que me conforta”, como dice el mismo Apóstol. Orando como suele hacerse tras la Comunión en la Santa Misa, que es, aunque incruento en apariencia, el mismo y único Santo Sacrificio del Señor, con esa oración anónima en parte de la cual clamamos: “Pasión de Cristo, confórtame...”.