Nada parece que convoca más que el poder que da el dinero. Todos giran a su alrededor y los sedientos de poderío, cual buitres, rondan sobre quienes disponen si se tiene más o menos.

En la ruta por conseguirlo se prostituyen mentes, cuerpos y sin duda el honor. En ese submundo que hoy reina, solo son “amigos” aquellos que ayudan a perdonar deudas, a pagar acreencias con bienes que valen menos que la suma debida, y quienes ponen al servicio sus garras que alcanzan a la justicia para comerciar la impunidad. Quienes no se atreven, como es obvio, se convierten en enemigos.

La dignidad no tiene visa para esos personajes. No importa si se arrodillan, ruegan y adulan. Solo importa conseguir los billetes suficientes para satisfacerse y obtener el poder para aplastar a quienes se interponen en su camino.

Ese es el país de hoy. El de ayer no fue muy diferente, es cierto; pero sin mucho abismo que los aleje, no deja de provocar desasosiego atestiguar tanta corrupción.

Pensamos que decir la verdad ya no es cosa de valientes, sino de suicidas. Que atreverse a denunciar casos concretos de corrupción es ponerse la soga al cuello, echar al vacío el esfuerzo de años y hasta poner en riesgo la libertad; en otros casos, la vida misma. Tampoco asombra cómo la intimidad de quienes denuncian queda enlodada por el diabólico poder de quienes se sienten ofendidos.

La selva de cemento se ha vuelto más áspera y peligrosa. Los viejos poderosos van entrenando a su descendencia para continuar con el caos, los jóvenes se hacen cínicos y los más jóvenes no quieren ser líderes.

El país se reparte en nuestras narices y nadie puede hacer nada. No sabemos por qué teniendo un precio tan alto nuestro petróleo, no hay cómo pagar a los maestros y a los médicos. Los voceros gubernamentales nos repiten sin cesar que el “riesgo país” es bueno, y aún no vemos inversión extranjera que venga a apostar en el Ecuador. Los ojos de los gobernantes están sobre las empresas que generan más dinero y no sobre quienes lo necesitan; y, con más de veinte años de democracia, todavía se castiga por hacer uso de la libertad de expresión.

Por muy santa que sea esta semana, del cielo no caerá la solución; y la perversidad solo quedará neutralizada en Hollywood.

La resignación quiere perpetuarse. Pero ello solo será posible si seguimos pensando en nuestra generación. Nos hemos olvidado de la que viene atrás.

Solo asumir una fecunda responsabilidad nos hará seguir creyendo en las instituciones democráticas, trabajar por ellas y aventurarse por ellas. Tomarse la molestia de decir lo que está pasando y desenmascarar a los responsables.

Es probable que no nos alcance la vida para ver los resultados, pero habremos abierto el camino a los pequeños de hoy; habremos hecho lo que como ciudadanos estamos obligados a hacer, para que por lo menos, la próxima generación tenga el valor y la satisfacción de amar a este país, mucho más de lo que lo hacemos nosotros.