Si hace una breve visita a una escuela o colegio fiscal durante las vacaciones, le asombrará observar el pésimo estado de sus muebles. Asientos y escritorios desvencijados, partidos en varios pedazos; pizarrones que parecen sobrevivientes de un huracán. Servicios higiénicos destruidos y paredes llenas de dibujos y escrituras que reflejan el irrespeto que impera en los locales.

Cierto que no toda esa destrucción es producida voluntariamente por los estudiantes. Que parte de ella debe atribuirse al exceso de fuerza propio de la niñez y la adolescencia. Mas, el resto es originado por la falta de una educación que identifique al joven y al niño con los intereses materiales y espirituales del sitio donde estudia. Que anule y torne en positiva la carga de cólera que acumula día tras día en una sociedad como la nuestra, que en lugar de proteger a la niñez y la juventud, las discrimina, les impone obligaciones; pero no les reconoce derechos más que en el campo del papel y las letras.

El estudiante que es objeto de trato injusto (y a veces también el que no lo es) suele orientar su resentimiento con la sociedad destruyendo los bienes que a ella corresponden. No hacen falta argumentos para explicar actitud tan absurda que revela el fracaso de sus maestros en el intento de infundirle el amor indispensable para el instituto que le brinda instrucción gratuitamente.

“El que siembra vientos, cosecha tempestades” dice un viejo refrán. La destrucción de bienes del Estado que pudiéramos calificar como emblemáticos –para incluir en la lista los monumentos, parques, plazas y un etcétera largo– exige llevar a cabo campañas orientadoras de la ciudadanía para dejar muy claro que se trata de autoagresiones. Que equivalen a herirnos a nosotros mismos.

El joven y el niño deben comprender con la “inteligencia del corazón” que destruir bienes públicos es como destruir la casa propia. Los muebles de una escuela deberán ser reparados o reemplazados por otros mediante el pago de dinero del pueblo. Al fin de cuentas, del peculio de Juan Miseria. En este caso, del padre de familia; o, lo que es igual, del propio padre. En el caso de los irrespetados monumentos urbanos, Juan Pueblo los pagará, indirectamente, por concepto de impuestos o de tasas extraordinarias de servicios.

No dispongo de cifras estadísticas sobre el monto a que suben estos perjuicios, voluntarios o involuntarios, contra el Estado. Pero a vuelo de pájaro puede calcularse que deben ascender cada año a varios cientos de miles de dólares.

Ellos son extraídos de los bolsillos del hombre multitud.