Cierto es que nunca se informó de logros que justificasen tal imagen: las cifras que se conocen indican más bien lo contrario. Pero con ese antecedente, era inevitable que la decisión de cancelarla, cuando se la tomó, salpicase la imagen del Gobierno.

Sabiendo todo esto, era de esperar que sus voceros –hasta por instinto de supervivencia– hiciesen lo posible para que la AGD se comience a mostrar, a partir de ahora, como una institución modelo.

Pero en los pocos días transcurridos desde el cambio de gerente, ha ocurrido exactamente lo contrario. El nuevo funcionario se niega a conversar con la prensa, en su currículo se han hallado muchísimas contradicciones, y de modo abrupto se anuncia que la AGD desaparecerá, aunque nadie conozca siquiera con exactitud los activos y pasivos de la institución.

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Puede ser que alguien en el Gobierno crea que, en medio de tantos paros y movilizaciones, a la ciudadanía no le llamarán la atención un par de anuncios de este tipo, que inevitablemente generan desconfianza. Pero sería peligroso razonar de ese modo. El país está demasiado cansado de escándalos como para abusar de su paciencia.