Te quiero
 
Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia.
Si te quiero es porque sos
mi amor,  mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.
Tus ojos son mi conjuro
contra la mala jornada
te quiero por tu mirada
que mira y siembra futuro.
Tu boca que es tuya y mía
tu boca no se equivoca
te quiero porque tu boca
sabe gritar rebeldía.
Si te quiero es porque sos
mi amor, mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.
Y por tu rostro sincero
y tu paso vagabundo
y tu llanto por el mundo
porque sos pueblo te quiero.
Y porque amor no es aureola
ni cándida moraleja
y porque somos pareja
que sabe que no está sola.
Te quiero en mi paraíso
es decir que en mi país
la gente viva feliz
aunque no tenga permiso.
Si te quiero es porque sos
mi amor, mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.
Mario Benedetti (Uruguay, 1920)
De El amor,  las mujeres y la vida
Editorial Seix Barral, 1995.

Aggayú y la bandera

También los dioses pueden aburrirse
de tanto concordar con sus esencias,
de sus despreocupadas duraciones,
de ser tan habituales
y hacer las cosas que hacen
los dioses, que se pasan
haciendo lo de siempre
en sus propias esferas;
y un dios
con semejante perpetuidad de hastío,
puede muy fácilmente
sentir la tentación
de volverse travieso.
Aggayú, por ejemplo,
(de puro maromero)
prevalido de que con sus colores
está en la más propicia convergencia,
y ansioso de flamear,
un buen día podría decidirse
a ser nuestra bandera.
Pero,
seguramente,
a las primeras ráfagas de viento
se asquearía de ondear en la misma asta
con tantas fechorías también enarboladas
en medio de discursos patrioteros,
y al lado,
el pecho henchido de los pobres,
la heroica vista al frente de crédulos;
y sintiéndose trapo,
manoseado,
pisoteado,
hecho flecos,
volvería a ser dios,
a su perduración,
a su siempre, a su tedio.
Antonio Preciado  (Esmeraldas, 1940)
De De par en par, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1998.
De nada sirve

De nada sirve, madre, llamarte sin descanso/
y gemir y gritar  hasta perder el aliento
y golpear la cabeza contra el muro
y con uñas violentas ensangrentarse el pecho./
De nada sirve,  madre,  que me acueste
a morir solitario como un perro:
Ya nunca te veré,  ya nunca,  nunca
te hallaré en este mundo para siempre desierto./
Nunca más,  ningún día,  ningún año
te encontraré, Mi Santa,  a lo largo del tiempo./
Definitivamente separados
hasta el fin de los siglos dormiremos.
Ya se dobla mi cuerpo sin tu apoyo
y en mi frente se hiela el pensamiento.
Mi muerte empezó el día de tu muerte
y desde entonces  vivo en un morir sin término.
Jorge Carrera Andrade (Quito, 1902-1978)
De Poemas desconocidos, Paradiso Editores, 2002.

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