Hay dos hechos interesantes cuyo análisis resulta, por decir lo menos, provocativo, luego de la salida de Wilma Salgado de la AGD. El primero de ellos se refiere a la percepción de irreemplazable que puede llegar a asumir determinado funcionario público, mientras que el otro se vincula al trampolín político que para ciertos funcionarios significa su paso por la administración pública.

En el primer caso, en lo irreemplazable, la percepción puede ser ambigua, ya que en ciertas ocasiones es el funcionario público, pletórico de ego y soberbia, quien piensa que nadie lo puede hacer mejor que él o, lo que es lo mismo, que no existe posibilidad alguna de reemplazo; por supuesto, en tales casos no hay mucho que discutir pues lo fatuo de tal situación impide cualquier análisis político serio. Diferente es cuando la creencia de que el funcionario público es irreemplazable y que no hay nadie como él para ejercer tal cargo, proviene, en términos generales, de la opinión pública, sea por la satisfactoria labor que ejecuta, sea por la hábil propaganda que se maneja a su alrededor. Creo que Wilma Salgado no se sentía irreemplazable ni tampoco la opinión pública así lo percibía, más allá del disgusto del sector indígena y de las declaraciones del Vicepresidente de la República, quien la acaba de proclamar como la encarnación de los anhelos populares de la lucha contra la corrupción.

Respecto de la ambición política de quien ocupa un cargo público, nadie debería dudar del legítimo derecho que le corresponde, siempre y cuando tales anhelos no interfieran, de alguna manera, con su específica gestión. En ese sentido, cualquier persona, sea o no funcionario público, puede aspirar a una intervención en el campo político, como de hecho así ocurre. El problema nace cuando desde el cargo público se dirige un claro cálculo político, no necesariamente en las decisiones específicas de sus funciones, pero sí en el sentido provocador que exhibe; en esa línea, el discurso trasgresor y de confrontación que puede manejar el funcionario público puede servir para levantar pasiones y entusiasmos sin que aporte realmente en la eficiencia final de su gestión. Wilma Salgado se las ingenió para seguir al pie de la letra un libreto político, al punto que pocos dudan que no sea ella una candidata fija en alguno de los cargos a disputarse en las próximas elecciones.

Se dice que las comparaciones son odiosas pero también inevitables y muchos no han tardado en preguntarse acerca de cuál de las funcionarias públicas de mayor renombre, Elsa de Mena o Wilma Salgado, han ejercido su cargo con mayor capacidad de gestión y cumplimiento de objetivos.

Precisamente resulta que quien no ha alimentado su cargo con un claro tinte político, ha sido quien ha podido dar mayores muestras de éxito y cumplimiento de su función. Se puede argumentar que es un asunto de estilos diferentes, mas considero que el trabajo de Elsa de Mena ha sido claramente superior al momento de medir los resultados de gestión y, especialmente, a la hora de definir una propuesta de manejo público alejada de los encantos permanentes de las sirenas políticas.

Ese es el punto. Hay sirenas pero también mitos. El canto de las sirenas que a veces atrae y seduce, sin que uno pueda percibir lo que en el fondo se esconde, es uno de los mitos. El paso de Wilma Salgado por la AGD ha sido ciertamente polémico y audaz, pero de ahí habría que ver qué más. También dicen que las sirenas nunca están en el mismo lugar y que por lo tanto no se las puede remplazar. Ese es el otro mito, más falso que el primero.