Las denuncias ruedan, como en avalancha.

Sin que haya tiempo para que se logre desentrañar el alcance de la última, atrás sigue otra, que es aquella con la que el acusado responde a su acusador.

Tal parecería que todos los que, por alguna razón, salen a la palestra, son culpables.

¿Lo son?

Imposible saberlo.

Tal vez la corrupción haya atenazado con sus tentáculos a todos.

Tal vez, digo yo. Podría ser...

Porque la corrupción ha logrado, también, que nadie –nadie– quede libre de sospecha.

Sin embargo, ya no importa gastar tiempo en desvirtuar una denuncia: solo es necesario tener un argumento para desacreditar al denunciante y atribuirle unos vicios mayores que aquellos que él esgrimió como propios del imputado.

Esa práctica ha hecho que se mire a los encargados de administrar los asuntos públicos con ojos permisivos: es un ladrón, pero menos ladrón que aquel que está a su lado.

Y así vamos, de denuncia en denuncia, jugando al perdón.

Y jugando al olvido.

Ya ni siquiera se apela a esa vieja fórmula que hasta bien entrado el siglo anterior acudían los agraviados que, con un texto pagado en los diarios, salían en busca de demostrar su inocencia bajo el epígrafe de “En defensa de mi honor”. Un honor al que algún enemigo había pretendido hacer pedazos y la víctima trataba de reivindicar mediante un remitido que, por su tono grandilocuente, acartonado y solemne, causaba por lo menos un momento de solaz a los lectores.

Pero ahora, ¿de qué honor se puede hablar cuando esa ha pasado a ser una palabra arcaica, hueca, inexistente? El honor ha sido reemplazado por la cuenta corriente en un banco extranjero, por el número de tarjetas de crédito acumuladas o por los bienes de lujo que engrosan el patrimonio. A eso ha quedado reducido el tal honor en esta hora de pragmatismos y cuantificaciones.

El escándalo es, paradójicamente, la mejor defensa que han encontrado los atracadores de los fondos públicos para lograr su impunidad. El escándalo, y esa sensación de impotencia que nos va carcomiendo a todos y que termina por volvernos profundamente escépticos.

Y que termina –también termina– por hacer que día a día el país nos importe menos y que lo veamos como cosa extraña: esa cosa al que saquean unos cuantos, mientras pregonan que lo están salvando.

Lo más grave es que, entre tanto robo que cometen, se han robado nuestra ira, nos han despojado hasta de nuestra rabia.

Se han robado nuestra indignación y nos han dejando absortos, sin capacidad alguna de respuesta.

¡Ese es su triunfo!