No se trata simplemente de críticos de la civilización occidental, los que hoy buscan la destrucción de todas sus manifestaciones montados sobre los jinetes del terror. Hay algo más detrás de esto. Ese radicalismo que vemos florecer desde Kabul hasta Casablanca, desde El Cairo hasta Kartoon, ve a Occidente como algo inhumano, algo así como una máquina sin alma, grosera, ruda, que debe ser resistida, detenida y aniquilada a como dé lugar.

Pero como lo señala Ian Buruma, la trágica ironía de esta corriente es que ella misma es hija de la modernidad occidental. Ni el más audaz de los actuales militantes contra Occidente –como puede ser el caso de los Hamas, cuyo líder máximo acaba de ser asesinado por fuerzas israelíes– está enteramente libre de Occidente. Y no es algo nuevo. La tentación de injertar algo de Occidente más allá de sus naturales e históricas fronteras no solo vino del imperialismo occidental.

También fue esta una tentación ante la que sucumbieron muchos no europeos; incluso, y hasta diríamos, especialmente sus líderes nacionalistas. Los sueños del Prometeo racionalista europeo que produjo la Revolución Industrial, la democracia liberal, la era de los descubrimientos y el derecho, entre otros, llevados a sus extremos, por los primeros, o tratados de ser implementados brutalmente, por los segundos, terminaron muchas veces en grandes fracasos. Allí están para constatarlos los campos de la muerte de Cambodia o los gulags soviéticos.

Si bien los europeos justificaban sus conquistas imperiales invocando el progreso y el racionalismo, dice Buruma, los tiranos de Asia mataban a millones de seres humanos con justificaciones no muy diferentes.    

Y las reacciones en contra de esa expansión occidental han sido a veces igual o tan violentas como el fenómeno contra el que reaccionaban. El radicalismo árabe se ha inspirado mucho en figuras como Robespierre, los jacobinos, y más tarde, Mussolini y Hitler. Lo que lo hace diferente al radicalismo de hoy no es tanto su excesivo fermento religioso sino esa peligrosa síntesis de viejos rencores, celo religioso y acceso a una sofisticada tecnología. Pero el peligro se agranda más cuando la fuente del poder político también es la fuente de la verdad. Ya de eso hemos tenido bastante.

Pero, curiosamente, semejante mezcla generalmente proviene del mismo Occidente. Movimientos como Pol Pot y los revolucionarios islámicos se han nutrido del marxismo. Tal como el fascismo estuvo detrás de muchos líderes árabes, como fue el caso de Nasser en Egipto o del recientemente converso Gadafi, y el nacionalismo detrás de los revolucionarios japoneses.   

Esta difícil textura no es apreciada suficientemente. Ella hace más compleja la doble tarea de Occidente: por un lado, defenderse de las nuevas amenazas, y del otro, de asistir y fomentar liberación del mundo árabe de sus propios enemigos. Sabiendo que a estos últimos, Occidente ayudó a criarlos.

Y el desafío consiste en hacer ambas cosas sin caer ni en la intolerancia que en ciertos pasillos del poder norteamericano ha comenzado a crecer, ni en la arrogancia europea.