Antes que nada un buen político debe ser un conocedor de las pasiones humanas, bajas o elevadas, una virtud que solo se adquiere por instinto. Su éxito no se deberá tanto a la inteligencia como a su olfato natural para rodearse de colaboradores de gran valía, honestos y leales. En esa labor tendrá que invertir casi todo su talento. El resto lo usará para la acción de mandar, sacando los espolones solo en caso necesario, sin que esto le produzca insomnio ni úlcera de cualquier índole. Si encima detecta al instante a los arribistas que se le acercan en busca de fortuna y les impide entrar en el círculo del poder, se podrá decir que es un político de primera clase. Solo los genios descubren el alma noble o aviesa del que les da la mano con solo chocarla por primera vez. Hay manos blandas, sudadas, posesivas, amigables, correosas, crujientes, espontáneas: algunas adoptan la forma de cazo desde el primer saludo, otras ya tienen el hueco dispuesto para el mango de puñal.

En la política española se ha producido un inesperado corrimiento de tierras. La derrota del Partido Popular, debida a errores aciagos, ha dejado a su clientela entre sorprendida y rebotada. Unos todavía siguen agarrados a la brocha, otros han reaccionado con la ira de sus banderas. Al gobierno han llegado otra vez los socialistas con un rostro joven al frente, que ha sintetizado una pasión colectiva. José Luis Rodríguez Zapatero tiene la mirada todavía muy limpia y llega rodeado de bellas promesas que encienden el corazón de cuantos sueñan con una España moderna, tolerante y aseada.

Ahora vamos a asistir a un espectáculo muy significativo. Por un lado veremos pasarse de bando a una tropa de cazadores de cabezas, un revuelto de empresarios y periodistas dispuestos a ensalzar al vencedor con la lisonja más impúdica, que si no da un fruto inmediato y el favor que se espera no llega, pronto será sustituida por el chantaje, por la crítica salvaje y finalmente por la puñalada. Por otra parte, también saldrán a la superficie los primeros corruptos si funcionan bien las bombas de achique.

Mientras tanto, el poder irá dejando sus huellas en el rostro del presidente Rodríguez Zapatero, primero unas leves ojeras, después una sombra en el ceño, luego unas canas en las patillas, finalmente un doble fondo de la mirada.
Lo que más hiere el rostro de un político son sus promesas incumplidas, pero hoy la esperanza todavía intacta es el caudal que sustenta a este líder que, de pronto, se ha revelado.

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