Ciertamente puede haber buenas razones para que España modifique su política exterior, pero la peor de todas sería aceptar que no debe desagradarse a un grupo de asesinos que ahora utiliza Iraq como en otras ocasiones ha empleado justificaciones distintas o su simple odio para legitimar barbaridades contra Occidente o las sociedades democráticas que le desagradan.

Uno de mis vicios es despertarme temprano y escuchar un rato las noticias de la radio antes de levantarme. De modo que el día 11 de marzo pude seguir en directo cómo iban tomando cuerpo las informaciones sobre la tragedia de Atocha: primero se creyó que podía ser un accidente con algunos heridos, enseguida se habló de muertos, de un atentado, de varios atentados, de muchos o muchísimos muertos...

Inmediatamente, todos nosotros (los informadores y los que escuchábamos la información) pensamos en la autoría de ETA. Sobre todo en el País Vasco, empezando por el propio lehendakari y siguiendo por el consejero de Interior Balza, hasta llegar a simpatizantes abertzales que llamaban a la emisora local para explicar cómo la inflexibilidad del gobierno nos había llevado a esta triste situación.

El único que desmintió la autoría etarra fue Otegui, que por lo visto recibe información sobre tales fechorías presentes o venideras “de la propia boca del caballo”, como decimos los hípicos.

Aunque luego se haya demostrado errónea, esta atribución del atentado era perfectamente lógica. ETA había intentado recientemente atrocidades ferroviarias semejantes y no parece que le falten ganas ni recursos para seguir probando suerte... al menos fuera de Cataluña. Las sospechas tenían en primer lugar que dirigirse hacia la banda terrorista local y que el Consejo de Seguridad de la ONU la mencionase en su condena de la masacre, aunque en esta ocasión equivocadamente, no es para sonrojarse: lo que debería avergonzar a dicho Consejo es no haber condenado aún explícitamente a ETA tras casi mil asesinatos firmados por ella. Sin embargo, pocas horas después de los atentados comenzaron a crecer las sospechas que apuntaban hacia Al Qaeda, aunque el gobierno de Aznar se obstinaba en aferrarse a la pista etarra. Y sin duda ha sido tal obstinación la que ha hecho perder las elecciones al PP. No es propiamente que el gobierno mintiese, sino que por razones electorales intentó al máximo retrasar el descubrimiento de la verdad, algo imposible en esta época de internet y de los teléfonos móviles. Ahora ya no funciona el boca a boca, sino el mail a mail... Por cierta justicia poética –y política– al PP le alcanzaron finalmente las mentiras de la guerra de Iraq y la matanza de Atocha reactivó el rescoldo aparentemente apagado de la protesta contra nuestra implicación en ese conflicto tan escasamente justificable. El gran error de Aznar terminó siendo fatal para su delfín.

Más allá de sectarismos, sin embargo, este impacto no puede ser simplemente celebrado. Es obvio que Al Qaeda o la filial de turno cometió su atroz crimen en la fecha precisa para hacer perder al PP las elecciones y ha logrado su objetivo. Las turbas que la tarde y la noche del sábado asediaron las sedes del PP en diversas localidades respondían, supongo que sin quererlo, al plan trazado por la internacional terrorista. Hasta una intoxicación radiofónica llegó a hablar de un supuesto “estado de excepción” gubernamental, cuando lo más parecido al golpismo era lo que se veía en ese momento en las calles, en el día de reflexión electoral. Ciertamente puede haber buenas razones para que España modifique su política exterior, pero la peor de todas sería aceptar que no debe desagradarse a un grupo de asesinos que ahora utiliza Iraq como en otras ocasiones ha empleado justificaciones distintas o su simple odio para legitimar barbaridades contra Occidente o las sociedades democráticas que le desagradan. Siguiendo esta misma lógica, acabaríamos modificando nuestra Constitución para evitar las iras criminales de los etarras. Ya hay planes semiinstitucionales que apuntan en esa dirección, en el País Vasco y también en Cataluña. Sin embargo no deberíamos olvidar, como dijo en una ocasión Adenauer, que “la única forma de complacer a un tigre es dejarse devorar por él”.

Pero creo que hay fundadas razones a pesar de todo para cierto prudente optimismo. El futuro presidente Zapatero ha insistido en que la lucha antiterrorista será una prioridad de su gobierno y hasta ahora su trayectoria personal invita a creerle. Su actual mayoría y las esperanzas que ha suscitado le ponen en buena situación para mostrar firmeza sin que se le acuse de “neofranquista” o dicterios semejantes. El PNV, a través de Jon Josu Imaz, le ha ofrecido diálogo sin límites sobre el “plan Ibarretxe” aunque pidiéndole que explicite su “modelo de Estado”. Es una ocasión excelente para que deje claro que tal modelo, aunque envuelto en formas más amables y dialogantes que las que acostumbraba Aznar, es tan constitucional como el que más y tan escasamente secesionista como el del pasado gobierno. Tiene también la oportunidad de acelerar la aprobación de la Constitución europea, que puede ser un buen elemento disuasorio contra las aventuras disgregadoras que pretenden los reaccionarios del nacionalismo radical.
Un último aspecto positivo del horror que hemos vivido: se ha creado un ambiente de sensibilidad ante el crimen que pone muy difícil la “venta” política de cualquier nuevo atentado etarra... incluso entre su público habitualmente más adicto. Es lástima, tan solo, que para llegar a este cuerdo repudio algunos hayan tenido que contar los muertos en lugar de bastarles la injusticia cualitativa de uno solo de ellos.

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