Nunca supo con exactitud el origen de sus recelos, de dónde nació esa fuerza poderosa que jamás la dejó tomar decisiones propias. Pensarlo era una angustia, una tortura, un dolor atravesado en el borde de su existencia.

Se lo repetía a sí misma mientras daba vueltas por el patio central del asilo, extraviada y confundida entre decenas de ancianas y ancianos deambulantes, perdidos, monótonos, circulares en su lenta desesperación de asirse a un pasado intangible, demasiado lejano e impreciso. Los años transcurrieron veloces, sutiles, imperceptibles. Y en ese fluir incesante y vertiginoso tan solo alcanzó a sospechar y atisbar lo que hubiera sido su identidad, su huella, su personalidad, su marca, el peso decisivo que, talvez, pudo tener su existencia en la vida de los demás.

Pero fue al revés. Y no podía preguntar por qué. Ya no estaba la madre. Tampoco el padre, los hermanos, los sobrinos. Nadie. O quizás se hallaban en alguna parte, esperándola. O no. Porque, ¿realmente alguno de ellos querría volver a verla? Y si no fuera así, ¿qué sentido tuvo vivir para los ojos, para las conciencias, para las prioridades y vergüenzas de ellos? ¿Qué razón hubo para postergar y postergar sus urgencias secretas?

Alguien de quien ya no recordaba ni su nombre ni su rostro la dejó un día allí y ahora su soledad parecía jugarle malas pasadas, bromas inoportunas, percepciones equivocadas.  En ocasiones pensaba que se castigó a sí misma con sus renunciamientos. Otras veces suspiraba recordando, anhelando lo que nunca tuvo (un amor concreto, una libertad para armar su mundo personal, una manera de vencer la esclavitud en la que la sumieron los prejuicios, la baja autoestima, el temor a sentirse culpable, el miedo a lo desconocido).

Un día, justamente cuando los años ya pesaban demasiado, supo que ya no habría vuelta atrás. Que el futuro no tiene sentido. Que jamás llega el mañana. Que la esperanza es la manera más cobarde y pasiva de negar el presente como única certidumbre. Y entonces todas esas frases e invocaciones a la pausa, a la paciencia, a la dilación, solo fueron pretextos para aplazar las decisiones personales, para no afrontar y decir sí o no, para no abordar la existencia como ella hubiera querido, para dejar que su entorno la moldeara y definiera.

No tenía sentido buscar culpables. Lo más probable era que los encontrara y, sin embargo, a nadie más que a ella misma debía  achacar los deseos insatisfechos, las ilusiones censuradas, las metas interrumpidas, los sueños reprimidos, la pasión ahogada. Parecía irrelevante, después de tantos años, llegar a la conclusión de que la madre, el padre y la familia fueron sus guardianes,  sus fiscales, sus jueces, sus custodios, sus carceleros. Que todos ellos armaron un complot en su contra, un plan inconsciente para condenarla a la resignación y a la mediocridad.

Recordaba con frustración cuando alguien que la quiso mucho, y que ella no correspondió, le pedía que saliera de la baldosa en la que se hallaba atrapada, que diera un paso al vacío, que arriesgara un poco para mirar lo que había más allá de la estrecha realidad en la que se acorralaba. Por eso ahora, con la muerte como una vecindad inminente, lo único que la mantenía viva era detenerse sobre una baldosa del patio y hacer un inventario de su inutilidad.