Su longevidad la atribuye a la alimentación. Ha pasado por tres siglos. Aún camina y está lúcido. 

Ahora ya sus pasos son lentos. Para caminar debe ser ayudado por alguien porque sus piernas temblorosas flaquean y tienden a doblarse. “Son los años que ya me pasan la cuenta”, manifiesta Zabulón Benjamín García, quien ha vivido durante los tres últimos siglos de la humanidad.

Nació el 15 de abril de 1895 y con sus 109 años ya su memoria le falla. Pese a ello, sentado en una silla de plástico y con sus manos arrugadas sobre el pecho para aliviar el asma que lo aqueja desde hace años, observa el mar para acordarse de sus andanzas “por el pueblo de la longevidad” como llama a su querido Manglaralto, parroquia del cantón Santa Elena, en la península del mismo nombre, donde ha vivido toda su larga existencia.

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Fue allí, a lo ancho de su extensa playa, donde con su guitarra, un grupo de amigos y su propia voz, recorría las casas y dedicaba serenatas a las doncellas bonitas del sector.

Cuando recuerda aquellos periplos amorosos una pícara sonrisa se dibuja en su rostro. “Como lo hacíamos a partir de las once de la noche, llevábamos candiles para alumbrar el camino”, y acota que era un sendero de principios del siglo XX, durante la adolescencia de Zabulón, matizado por grandes y gruesos troncos de madera de mangle y una espesa selva a orillas del mar.

Según él, unas pocas casas elevadas con troncos de mangle y de techo de cade esparcidas entre la vegetación conformaban Manglaralto.

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“Tú dices que no me quieres porque mi pantalón está roto, yo tampoco no te quiero porque te he visto con otro. Como me vas a querer a mí, inquieta como el chagüís  (una especie de pájaro del sector), tú remudas (cambias) a los hombres como remudar (cambiar) camisas”. Aquel es solo parte del amplio repertorio de poemas que Zabulón replicaba cuando tenía un desliz con uno de sus tantos amores.

Enrique y Eutencio Carvajal eran sus acompañantes. El uno tocaba la guitarra y el otro, el requinto. “El secreto era la insistencia”, recalca Zabulón. Ellos primero le cantaban a la muchacha una canción para que salga. Cuando ella lo hacía “le lanzábamos coplas como esta:  Aunque estés tú durmiendo, frente tuyo estoy yo, cuando menos te des cuenta, todo mi amor yo te doy”, rememora.

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Entre su bagaje de recuerdos también tiene historias como la del tigre que iba a beber todas las tardes en un riachuelo ubicado junto a la iglesia de Manglaralto, un poblado que está en la denominada Ruta del Sol, que conecta a los balnearios de Guayas y Manabí.

Como el sector estaba repleto de haciendas, cuando tenía 12 años trabajó como mensajero. “Mi padre no me reconoció.

Me quedé solo con el apellido materno. Él me  abandonó y por ello empecé a trabajar desde temprano”, asevera, con algo de tristeza, de resentimiento. Aún no olvida, pese a sus casi once décadas vividas.

A sus 25 años compró una parcela de terreno en la montaña.
Y en ella sembraba desde paja y tagua hasta naranjas, plátanos y mandarinas. Allí se quedaba desde las 07h00 hasta las 20h00 “comiendo todo lo que la tierra daba. Hacía fogones con leña y asaba yuca, me repletaba de frutas y cuando llegaba a la casa ya estaba hastiado de tanto comer”, recuerda.

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Aquella forma de vida y el estero de agua dulce que hay junto a la playa son, según Zabulón, el secreto  de su larga existencia. “Eso y el aguado de pescado que comía”, añade, optimista.

Luego de recoger las frutas emprendía a lomo de mula por un pedregoso camino de tierra hacia La Libertad, otro de los cuatro cantones de la península de Santa Elena. Eran tres días de viaje y si no conseguía vender sus productos: los intercambiaba por otros alimentos como pescado.

Sus andanzas
Así transcurrió media existencia de Zabulón ya que en 1943 la sequía lo obligó a trasladarse a Guayaquil donde trabajó como albañil en el Mercado Central (calle Lorenzo de Garaicoa, en el centro de la ciudad) y guardián del parque de diversiones que en la década del setenta se ubicaba en las Colinas del Bim Bam Bum, al norte (frente a la ciudadela Los Ceibos), donde hoy se encuentra el edificio del Instituto Nacional del Niño y la Familia.

No obstante, “siempre regresé a mi pueblo donde nací y moriré”, sentencia con seguridad Zabulón, quien es considerado por los habitantes de Manglaralto como una reliquia del pueblo.

Sus días transcurren en una villa a orillas del ahora enfurecido mar de Manglaralto. “Porque antes de 1943 el agua era tranquila, incluso podían desembarcar naves de mediano calado”, recuerda. Y así lo demuestra la historia de este pueblo que floreció gracias a la agricultura en 1810 cuando se creó el puerto.

Su descendencia es larga. Ha tenido tres esposas (todas fallecidas). Y sus  19 hijos le han dado 25 nietos y estos 9 bisnietos. También tiene varios tataranietos, mas no recuerda el número.

La población le tiene tanta estima, al punto que planifican un homenaje, para celebrar los 110 años de existencia de Zabulón García, el patriarca de Manglaralto.