Es una verdad inapelable que la consolidación de la democracia y del Estado de derecho pasa necesaria e inevitablemente por la eliminación de la violencia como mecanismo de solución de los conflictos. La humanidad debió caminar durante más de tres siglos entre millones de cadáveres para que la política cruda y dura en la que se combinaban la fuerza y la astucia de los seres de carne y hueso, como la describió Maquiavelo en los turbulentos años del Renacimiento, fuera sustituida por el gobierno de las leyes. Para que eso se pudiera materializar fue necesario, entre otras cosas, que se estableciera una separación clara entre los ciudadanos comunes y quienes tienen el monopolio del manejo de las armas.

La profesionalización militar fue un paso fundamental en ese sentido. Otro, concomitante a este, fue su subordinación a la autoridad política. Las dos medidas, convertidas en principios de los estados modernos, son imprescindibles si se busca eliminar el desequilibrio político que se deriva del uso de la fuerza y de las armas. De ahí en adelante, las funciones de los militares están claramente delimitadas y deben realizarse absolutamente al margen de la política, de sus juegos y de sus decisiones.

El retorno al régimen constitucional, a finales de los años setenta, se vio como la oportunidad para que el Ecuador comenzara a transitar por ese camino. Sin embargo, cobijadas bajo los residuos de la doctrina de la Seguridad Nacional y de las concepciones económicas desarrollistas que habían adoptado como propias, las Fuerzas Armadas mantuvieron su presencia en funciones y áreas ajenas a su especificidad. Tampoco se eliminó por completo la visión tutelar, expresada en la retórica decimonónica que las califica de columna vertebral o de reserva moral del país. A su vez, al no dar importancia a los asuntos de seguridad de defensa e incluso de la vigencia del Estado de derecho, los políticos contribuyeron a mantener esas concepciones que tienden a convertir en equivalente de la nación al que es uno más de los instrumentos del Estado.

A pesar de todo eso, es innegable que se dieron pasos significativos en la profesionalización y en el alejamiento de la política. El respeto ganado entre la sociedad se derivaba directamente de esa condición y no de su participación en programas de desarrollo social que nada tienen que ver con su misión. La presencia de militares en actividades propias del mundo político es un retroceso en ese proceso histórico que en sí mismo ya tuvo un tropezón con el golpe del 21 de enero. Esa, más que la firma de la paz con el Perú, fue la oportunidad para redefinir su relación con la sociedad. Pero la justificación generalizada del golpe como mecanismo válido de solución de los conflictos políticos y los posteriores acontecimientos dieron legitimidad a una situación que en este momento ha llegado al punto de saturación. Su actuación como partido político no puede llevar sino al debilitamiento de las Fuerzas Armadas y de una democracia sometida cada vez más al tutelaje.