Sé que para el mundo cristiano una pasión es “la” pasión. Pero como soy admiradora de la extraordinaria dimensión humana de Jesús de Nazaret, prefiero referirme a su pasión –camino de elecciones fundamentales en los rumbos del amor y del dolor– como “una”, porque este leve elemento gramatical singulariza en la vivencia de un protagonista aquella que se ha repetido en cada persona que entregó su vida por alto y generoso objetivo.

La pasión de Cristo pone a polemizar a los guayaquileños en días actuales. Resulta interesante escuchar la diversidad de criterios que el filme suscita porque conlleva las íntimas movilizaciones emocionales que una pieza con pretensiones de arte, puede provocar. La gente que ha renunciado a verla por la prevención con que se mira de lejos una película aureolada con la fama de sangrienta, también se embarca en la curiosidad. Entonces, verla, discutirla y opinar son acciones culturales indispensables.

Elegir las últimas 12 horas de la vida de Cristo supone ya un recorte sustantivo a lo que se pueda mostrar en una película. Todos sabemos que en ese tiempo se concentra el desenlace trágico de una existencia que tuvo mucho más que sufrimiento descarnado y supremo. Nos conmovieron filmes anteriores al de Gibson donde vimos a Jesús hacer deporte, reír con sus amigos y hasta lo imaginamos en lides más humanas como formar una familia.  Los vacíos que Occidente tiene respecto de sus 33 años de vida, lo han llenado libros visionarios sobre los períodos ignorados por los evangelios.  Pero el Jesús representado por Jim Caviezel es el mártir superlativo de un proyecto redentor. Su imagen se nos queda en la retina pintada de sangre. Su semblante está cerrado en el misterio y en el atroz desgarramiento de la carne. Tanto es así, que al director no le interesa el Cristo resucitado, al que hace aparecer solo por un instante.

No me convence la defensa realista. Si la misión del arte fuera nada más reflejar la realidad, no habríamos despegado del suelo hacia las alturas de los sueños, de las sociedades imaginarias, de los símbolos creativos y elocuentes.  Y que el espectador de hoy requiera de la crudeza de ciertas escenas para dejarse llevar en la recreación momentánea del espectáculo, debilita la grandeza de un mensaje que ha tenido solo a la palabra para ser perdurable.  No acepto que el escritor J.J. Benítez en la obra El caballo de Troya nos pinte un Cristo mojado en orina y heces porque sus esfínteres han estallado de dolor, como no me dejo llevar por este hombre sanguinolento y estertóreo, luego de una carnicería provocada por los azotes.

Otros son los aciertos de Mel Gilbson: una María, madre, con su gigantesco padecimiento encapsulado en la mirada; una diabólica figura atenta a los resultados de la lucha entre el bien y el mal; unos fugaces paralelismos que nos asoman a otros mínimos momentos de la vida de Jesús; un juego cromático que nos zarandea entre los momentos del día y los matices del alma.

Hacer una película sobre contenidos religiosos compromete los complejos territorios del conocimiento y de la fe. Pero explorar el humanísimo campo del dolor pide pudor e inteligencia: lo primero para  respetar la vulnerabilidad de la pobre carne sufriente; lo segundo, para no manipular los resortes más epidérmicos del espectador.