Si la muerte de un ser querido nos duele en cualquier circunstancia, entonces yo me pregunto cómo tendremos que llamar a lo que se siente en el alma cuando esa pérdida no proviene de un acontecimiento natural inevitable sino que es el castigo irracional de un puñado de dementes. El primero es un dolor humano, que se sufre por dentro pero que en algún momento hallará consuelo; el otro es una pesadilla que difícilmente se extinguirá en el corazón de los que la vivieron, porque nunca encontrarán las razones y motivos que la expliquen siquiera.

A las corrientes terroristas ya no les interesan los generales, los embajadores o los gerentes de empresas multinacionales. Ahora dirigen su maquinaria de muerte contra el pueblo trabajador.

Lo extraordinario ahora fue la reacción del pueblo trabajador: ocho millones de españoles se volcaron a las calles, al día siguiente, para condenar el atentado.

Sabiendo eso, ¿se puede afirmar seriamente que los españoles le tuvieron miedo al terrorismo? ¿Que votaron por susto y por eso perdió el partido de Gobierno?

No vi miedo durante las largas horas que permanecí pegado al aparato de televisión siguiendo los noticiarios españoles. Lo que vi fue ancianos, jovencitas, parejas de enamorados, obreros recios, que les dieron la cara a los culpables de la masacre, bajo la lluvia, para gritarles que aquí estamos, y que hemos venido a decirles que no nos atemorizan, ustedes de ETA o Al Qaeda.

Pero mientras ocurría eso, también pasaba algo que debería provocarnos casi tanto horror como un atentado terrorista: en España se organizó una conspiración para engañar a los españoles desde los círculos más íntimos del poder.

El razonamiento de quienes quisieron perpetrar esa mentira iba más o menos así: si decimos que es ETA, los votantes se sentirán empujados a apoyar al partido de Gobierno, que ha sido muy duro con los terroristas vascos; pero si es Al Qaeda, podría beneficiarse la oposición, que advirtió que la alianza con Washington sería contraproducente.

Así que se manipularon los datos y se repitió, una y otra vez, desde el jueves hasta el sábado al mediodía, que los separatistas vascos eran los únicos culpables. Esa versión se la mantuvo incluso cuando las pruebas apuntaban claramente en otra dirección.

Se produjo entonces una reacción similar a la de los argentinos, cuando se convocaron por medio de internet para protagonizar los cacerolazos que tumbaron a Fernando De la Rúa. Esta vez además se utilizaron los mensajes escritos a través de celulares: “El gobierno miente”, “A la calle a protestar”.

Miles de ciudadanos se volcaron, de ese modo, a las principales sedes del Partido Popular en todo el país para lanzar un nuevo grito: “Queremos la verdad”. Fueron varias horas de tensión de las que nos enteramos poco, porque los medios casi no informaron del acontecimiento.

Fue allí, en ese momento, cuando Aznar perdió las elecciones. No porque hubiese participado en la guerra de Iraq o porque los españoles tuviesen miedo, sino porque el Gobierno y los medios mintieron.

Eso no significa, por supuesto, que en este mundo globalizado el poder ya no pueda mentirle más a los ciudadanos. Lamentablemente no será así. La mentira seguirá siendo nuestro pan de cada día. Pero se ha vuelto más difícil. España me convenció de que es así.