La relación entre el civil y el militar ha sufrido por la constante nostalgia de poder del segundo. Durante los años noventa, las cúpulas militares llegaron a trazar programas de gobierno, proyectos de país, y creyeron que entre sus manos el control del Estado, otra sería la suerte del Ecuador.

Ahora, envueltos en fracasos, con dos de sus miembros activos prófugos de la justicia, con ministros oficiales en pasivo envueltos en su propio laberinto y diputados que en su ingenuidad buscan la sombra de viejos políticos, la Arcadia que predicaron en su momento ha fracasado. Hasta el punto de llevar al presidente Gutiérrez a anunciar el retiro de los militares activos de todas las funciones en los aparatos civiles del Estado.

Mientras tanto, los pasivos se irán eclipsando uno a uno.

Cuando se firmó la paz con el Perú, aspiramos a una modificación sustancial del rol militar en el país. El resultado fue, primero, el lamento de quienes se consideraban victoriosos en la guerra y derrotados en la negociación; luego el desconcierto llevó a la cúpula castrense a enrocarse en su secreto y colocarse agresivamente a la defensiva frente a la sociedad civil; para finalmente retornar a su protagonismo a propósito del conflicto colombiano en la frontera norte. Cualquier proceso de modificación profunda de la presencia militar en la política se frustró, y el arribo de un coronel y de un partido de coroneles al gobierno convirtió la frustración en una retahíla de improvisaciones.

Las Fuerzas Armadas quedaron con sus carnes al desnudo.

Pero el tema de este fracaso va más allá de aquella retórica que insiste en que los militares son miembros no deliberantes de la sociedad, o del debate sobre si deben o no participar en elecciones.

Ese límite de la obediencia militar nunca existió.

Han sido deliberantes a lo largo de la historia, de modo que reducir a ese dogma el análisis, sirve de muy poco. El tema reside en el fracaso, que acarrea consigo al conjunto de las Fuerzas Armadas. Lo que me hace pensar que estamos en la necesidad de volvernos a plantear esa relación entre poder civil y militar, más allá de los simples términos constitucionales –si son o no deliberantes–.

Aquella conciencia de considerarse a sí mismo como la reserva moral de un país atormentado por las crisis políticas, le tentó constantemente al militar a pasar de la observación de los actos de los civiles, a la intervención. Un general ecuatoriano definía en 1996 a las Fuerzas Armadas como “la parte de la sociedad que responsablemente debe interpretar y mantener la vigencia de los valores, principios e instituciones del Estado”. Una declaración que se presta, sin sonrojarse, para pasar de guardianes a ejecutores de la democracia.

Si no se trazan con claridad los escenarios, la retórica nacionalista y moralizadora propia del discurso militar puede justificar tanto una dictadura como un partido político.

Parecería necesario volver al grado cero de la estructura del Estado, y redefinir la existencia misma de las Fuerzas Armadas.