La inauguración del llamado Departamento Médico Legal hace doce años en el barrio Chemisse, al norte de la ciudad,  hizo comercial el sector, según sus moradores.

La muerte no es del todo mala. No para Medardo Olivo, un tipo de ojos verdes y cabellos castaños que prefiere que lo llamen Filipino, que era la nacionalidad de un hombre al que tuvo que embalsamar en 1990.  “Mis compañeros decían que era igualito a mí”.
 
Y lo dice con desparpajo, al pie de los ataúdes que vende hace doce años frente a la morgue de Guayaquil, en la ciudadela Chemisse.   Su relación con los fallecidos, sin embargo, ya tiene tres décadas.

Por eso un muerto más o uno menos es, para él, un negocio: ofrece arreglos florales, traslados, capillas ardientes y lo que se le ocurra al cliente.
  
Es un oficio en el que, repite, hay que dejar de lado las susceptibilidades. No hay que fiar ni tampoco abaratar costos, pese a que las ventas han disminuido. Incluso se volvió más desconfiado luego que en octubre anterior los familiares de un fallecido lo llevaron con engaños a Puerto Bolívar (El Oro) y, tras el entierro,  se negaron a pagar.   
   
Estar frente al Departamento Médico Legal de la Policía es una ventaja, aclara este hombre de 43 años, ya acostumbrado al hedor a sangre, descomposición y formol que se confunden en el ambiente, especialmente si los cuerpos que llegan –para las autopsias respectivas que realizan los forenses– son producto de una balacera, un accidente de tránsito o una pelea entre esposos que termina en puñaladas.

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La calle de la morgue, llamada María Gual Domínguez, es un hervidero. No solo está la funeraria de Filipino, sino decenas de locales: tiendas, fotocopiadores, bazares, salones, restaurantes, farmacias, ferreterías, salones de internet y, sobre todo, viviendas en cuyas fachadas penden avisos de que alquilan teléfono. “Es que la gente enseguida quiere comunicar  que hay un finado”. Es la voz de Agustín Peñaherrera, un sargento retirado de la Policía, de 77 años, quien ofrece llamadas locales a 10 centavos de dólar a los desesperados deudos. Desde su ventana, él ve llegar  los cadáveres. Así conoció, por ejemplo, al violador Daniel Camargo y también a sus víctimas, en su mayoría hermosas jóvenes.

La actividad no para. El anfiteatro atiende las 24 horas, porque la muerte no conoce de tiempo,  de lugares, ni de previsiones.  Aquello lo murmura el farmacéutico Nelson Flores, quien admite que la apertura de la morgue hace más de doce años, en el tradicional barrio Chemisse, detrás del Cuartel Policial Modelo, trajo beneficios: los habitantes idearon formas de conseguir dinero. Alquilando camionetas para trasladar a los fallecidos, vendiendo tarjetas para cabinas celulares o comida preparada.

Siempre alguien muere violentamente (y por eso debe realizarse una autopsia, según la Ley), recalca Filipino, esperanzado es su labor. Y las estadísticas del Departamento Médico Legal confirman su aseveración: en lo que va del año han llegado allí 284 cadáveres. Decenas de personas han llorado por uno de sus seres y a ellos Filipino ha ofrecido sus ataúdes, de diferentes precios y colores.

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