Fue una mañana de un angustioso despertar. De un triste, amargo, desolado despertar. Fue un amanecer de esos en que parece que el mal sueño de la noche anterior no ha terminado. ¿Qué?, nos preguntamos al escuchar la noticia, al contemplar, horrorizados, esas imágenes de pesadilla que nos acosaban, nos perseguían, nos atormentaban.

¿Por qué?, repetíamos con tozuda necedad, en la convicción de no obtener respuesta.

Otra vez estábamos situados de cara al absurdo, inermes, desprotegidos, desnudos.

Otra vez tiritábamos de miedo.

De solidaridad.
De ira.
De impotencia.
Y otra vez nos dolía la vida.
La vida de los otros.

Y también la nuestra, inútil y vacía, pero a la que defendemos a dentelladas en la convicción de que nadie tiene la potestad de arrebatárnosla. Como esos otros arrebataron la de otros que comenzaban el peregrinar por su rutina diaria, yendo a un trabajo al que nunca llegaron.

Iniciando un nuevo itinerario que otros resolvieron que debería quedar trunco para siempre.

Nos sonó, dentro de la cabeza, el estallido de la dinamita.
Nos sonó la oscuridad, con un sonido crudo.
Nos sonó la sangre.
Nos sonó el espanto.

Nos sonó la última mirada, atónita, de ese imaginario pasajero que entró al metro de Madrid y vio cómo una mano ajena se encargaba de cerrarle el futuro con un odio irracional, ciego, dirigido hacia todos, como si todos fueran los culpables.

Aun los más inocentes, los culpables.
Aun los más niños, los culpables.
Aun los más indefensos, los culpables.
Por eso nos sonó el estallido, nos sonó la oscuridad, nos sonó la sangre, nos sonó el espanto.
Nos sonó esa última mirada, hasta las lágrimas.
Porque debía ser una mirada absorta.
Porque debía ser una mirada que buscaba explicar lo inexplicable.
Que trataba de entender, sin entender.

La misma mirada de alguien que se embarca con un destino fijo y, al partir, descubre que el vagón le conduce a un lugar distinto, desconocido, ignoto.

Una mirada que concentra toda la intensidad en un segundo, aquel en que reconoce que, por azar, ha comprado su boleto hacia la muerte.

Y a la muerte llegó, conducido por los maquinistas del terror, esos que matan inocentes a nombre de una causa, de una ideología, de una religión, de una bandera.

Y que, a su paso, nos dejan a todos heridos de humanidad y cargando el féretro de este maldito siglo en las espaldas.