Dos chicos corretean un poco más allá del callejón de la puerta número uno, justo después de la parte regenerada del cerro Santa Ana. Ríen infantilmente, como si no hubiera nada más importante en el mundo. Se esconden detrás de un poste y vuelven a correr.

Una parte de la puerta permanece cerrada. Por entre las rejas se perciben las casas, altas, grises y tristes. Un contraste inmenso con las que están al pie de la escalinata Diego Noboa y Arteta.

Los chicos vuelven. Cristhian Perlaza  y su primo Víctor Ávila, ambos de 9 años, se encuentran con Cristhian Cedeño (9) y Patricio Méndez (13), que juegan con las cartas de Yu gi ho!

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Ya se han encendido las farolas, pero todavía hay luz natural. El tono plomizo de la tarde se llena de amarillo, sin embargo, en esas casas por el callejón, la melancolía es una cosa muy presente.

De la casa donde funciona el cafe-bar La Taberna, propiedad de Manuel Vélez, ubicada a pocos metros de la puerta del primer callejón, se escuchan gritos de protesta. Los reclamos son para el árbitro del partido Santos de Brasil contra Barcelona de Ecuador.

Entre los espectadores se halla Jorge Mario López, de 53 años y parte de una familia que tiene cinco generaciones viviendo en el cerro Santa Ana. A Jorge lo llaman Coqui desde pequeño.

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“Todos me conocen así. Nací aquí y siempre he vivido en el cerro, aunque no en la misma casa”, dice amablemente.  Mientras la charla con Jorge se alarga intentando descubrir los secretos de la parte no regenerada del cerro, Natalia Vélez (19), ahijada de Jorge, se acerca y suelta las palabras con las que asegura que el cerro de su niñez era piedra y tierra. Un recuerdo que se le antoja lejano, aunque dice que desde que cumplió los 16 se puso bonito.

Los trabajos, en la que ahora es la parte bonita del cerro, empezaron en el 2000, expresa Jorge. Y con eso la vida para ellos cambió. Algunos disfrutan de una nueva imagen, en tanto otros, como la zona donde viven Cristhian Perlaza y Víctor Ávila, siguen como antes.

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Jorge López afirma que cinco generaciones de su familia, que empezó con su bisabuelo José María López Vallejo y termina con su hija María Belén, han vivido en el cerro Santa Ana. Eso le da cierta autoridad para hablar de la historia y de los problemas del lugar.

Refiere que la casa donde vivieron sus antepasados, le fue expropiada por el Municipio para construir la plazoleta donde se ubica el primer descanso de las escalinatas. “Todavía no se completan todos los trámites de la expropiación –asevera–. Pero nosotros ya no vivimos ahí”.

Ahora él y dos hermanos habitan en la calle Morán de Butrón, en una casa de tres plantas que compraron en 1998. De lo que él conoce, entiende que la regeneración no llega a su sector porque ahora le toca al querido barrio Las Peñas. Después se espera que continúe desde la puerta uno, en el antiguo callejón Progreso y ahora plazoleta de Los Monjes, hasta donde se cruza con el callejón Posorja.

Una de las diferencias importantes es que en la otra parte todavía hay casas de cañas. Aunque la regeneración solo corresponde a las fachadas, añade, por dentro todo lo asume el dueño de casa.

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Acepta que la regeneración ha cambiado la mentalidad de los vecinos del cerro, eso es algo muy positivo porque hace entrever que también está llegando la regeneración humana. Pero no entiende por qué el túnel tiene el nombre Santa Ana, cuando en realidad se encuentra debajo del cerro del Carmen.

Acerca del cierre de las puertas, opina que es una medida algo excluyente para los que viven del otro lado, aunque en algo ayuda a controlar la delincuencia. Cuando la noche se instala, todavía corretean por ahí Cristhian Perlaza y Víctor Ávila. Para ellos, el cerro es su casa, regenerado o no.